Series televisivas, novelas y películas parecen confirmar que estamos en una nueva edad dorada de las distopías. Aunque este género ha tenido otros picos en la historia reciente, hoy se impone con éxito.
Fotograma de la nueva secuela de la película Blade Runner, situada en 2049. ALCON ENTERTAINMENT |
La primera utopía de la literatura es la de Tomás Moro: una ficción en la que uno de los marineros de Américo Vespucio cuenta que ha encontrado la república perfecta en la isla de Utopía. Ahí comenzó todo, en 1516. Como ha escrito Jill Lepore en The New Yorker, “la utopía es el paraíso; la distopía, el paraíso perdido”. Así, una sigue a la otra de manera irremediable o, mejor dicho, la utopía, la sociedad ideal, contiene ya su propia distopía. Lepore afirma que estamos en la edad dorada de la distopía. Traza una cronología de la novela distópica, que surge como respuesta a las utópicas. En 1887, la escritora Anna Bowman Dodd publicó La república del futuro, una distopía socialista situada en Nueva York en el año 2050. La gente no tiene mucho que hacer y se pasa el día en el gimnasio, obsesionada con estar en forma. Como sucede en uno de los capítulos de Black Mirror —una de las series que capitanea la vuelta de la distopía tecnológica—, la distopía es el gimnasio.
En 1985 se publicó El
cuento de la criada, una novela de Margaret Atwood que forma parte de
lo que ella llama “ficción especulativa”. Es una distopía feminista que se
convirtió en serie de televisión en 2017. De manera casual, empezó a
emitirse poco después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y
la marcha de las mujeres como reacción. En esa protesta se vio una
pancarta con el siguiente lema: “Make Margaret Atwood fiction again” (hagan que
Margaret Atwood sea ficción otra vez). En la novela de Atwood se ha producido
un golpe de Estado en EE UU que ha devuelto al país a los principios del
puritanismo del siglo XVII. La serie cuela referencias a la actualidad (Uber,
ISIS) para que el paralelismo sea más evidente. Es una sociedad vigilada,
militar y teocrática, pero con una particularidad: ha encontrado una solución
al problema al que se enfrenta el mundo, la infertilidad a causa de la
contaminación ambiental. En Gilead (así se llama, tras la guerra, Estados
Unidos) secuestran a las mujeres fértiles, les grapan la oreja con un pendiente
(como si fueran ganado, porque de hecho lo son) y las visten de rojo. Tras
efectivas sesiones de lavado de cerebro —que por supuesto incluyen torturas
físicas y amputaciones—, las envían a las casas asignadas para que sean
violadas (y fecundadas) por el comandante de la casa una vez al mes. La idea es
una interpretación literal de la Biblia, verdadera constitución del nuevo
orden. La pregunta que surge, inevitablemente, es ¿cómo ha podido pasar? En el
prólogo a la reedición de la novela, Atwood explica que “en determinadas
circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”.
Ante la pregunta de
si El cuento de la criada es una predicción, la escritora
canadiense dice que es más bien una “antipredicción: si este futuro se puede
describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir. Pero tampoco
podemos confiar demasiado en esa idea bienintencionada”. En eso Atwood tiene
razón: en la web Electric Literature,
Andy Hunter recopiló algunas de las predicciones contenidas en libros de
ciencia-ficción (la lista contiene desde ingeniería genética, tanques o energía
solar a la bomba atómica y el espionaje masivo de los Gobiernos) y no resulta
del todo tranquilizador.
Historias
apocalípticas o no, bélicas o no, en todas la libertad del individuo se ha
sacrificado en aras de una supuesta perfección
En cambio, el sketch de
Muchachada nui sobre las predicciones fallidas de Regreso al futuro es
un buen antídoto. En parte la función de las distopías es la advertencia de lo
que puede deparar el futuro: es una de las lecturas que admite la novela Rendición, de
Ray Loriga, donde la transparencia y la pulcritud de la ciudad de cristal
que permanece aislada de la guerra son signos inequívocos de la ausencia de
emociones, es decir, de la pérdida de humanidad. También las novelas de Philip
K. Dick son, entre otras cosas, una advertencia sobre hacia dónde nos
lleva la proliferación tecnológica y la inteligencia artificial.
Este
mes ha llegado la secuela de la película Blade Runner, situada en 2049 —la
de Ridley Scott sucedía en 2017 y en la novela ¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas? el futuro distópico era
1992—. Además, se está preparando una serie que adapta algunas de las novelas
de Dick. Pero también Wall-E,
la película de Pixar, contenía una advertencia en forma de distopía
con historia de amor entre dos robots.
El auge de las distopías
no se debe a Trump, aunque no deje pasar una oportunidad para demostrar lo
capaz que es de crear un escenario apocalíptico. En realidad, nunca se fueron.
Aunque tienen picos, como
el de Los juegos del hambre, una trilogía juvenil que fue
un éxito literario antes de llevarse al cine. Lo que sucede, según Lepore, es
que la distopía (y sus lectores) también tiene una clasificación ideológica:
durante el primer año de la presidencia de Obama, La
rebelión de Atlas, de Ayn Rand, vendió medio millón de ejemplares, y en
el primer mes de Trump en la Casa Blanca 1984 fue uno de los libros más
vendidos en Amazon.
Para Lepore, la distopía
ha pasado de ser una ficción de resistencia a una de sumisión. Su éxito
responde a la incapacidad —producto en parte de la pereza y la cobardía— para
imaginar un futuro mejor, revela un desencanto también de la política: “De
izquierda o de derecha, el pesimismo radical de un distopismo incesante ha
contribuido a desmantelar el Estado liberal y a debilitar el compromiso con el
pluralismo político”.
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