Por si no saben de lo que hablo, la expresión “muchachos de Chicago” se usaba en su momento para referirse a aquellos economistas latinoamericanos, formados en la Universidad de Chicago, que se llevaron el radicalismo del libre mercado a sus países de origen. La influencia de estos economistas se enmarcó en un fenómeno más generalizado: las décadas de 1970 y 1980 fueron una época de supremacía para las ideas económicas basadas en el laissez-faire y para la escuela de Chicago, promotora de dichas ideas.
Pero hace mucho tiempo de eso. Ahora hay otra escuela que está en alza, y merecidamente.
De hecho, resulta sorprendente la poca atención que han prestado los medios de comunicación al predominio de los economistas formados en el MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en los cargos políticos y la retórica política. Pero es de lo más llamativo. Ben Bernanke se doctoró en el MIT; igual que Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, y Olivier Blanchard, el enormemente influyente jefe de economía del Fondo Monetario Internacional (FMI). Blanchard va a jubilarse, pero su sustituto, Maurice Obstfeld, es otro hombre del MIT (y otro alumno de Stanley Fischer, que dio clase en el MIT durante muchos años y ahora es vicepresidente de la Reserva Federal).
Estos son solo los ejemplos más destacados. Los economistas formados en el MIT, especialmente los que se doctoraron durante la década de 1970, tienen un peso desproporcionado en las instituciones y los debates políticos de todo el mundo occidental. Y sí, yo formo parte de la misma panda.
¿Qué distingue la economía del MIT de las demás y qué importancia tiene esto? Para responder a esa pregunta, hay que remontarse a la década de 1970, cuando todas las personas que acabo de nombrar cursaban sus estudios de posgrado.
En aquella época, el gran problema era la combinación de un paro elevado con una inflación elevada. La llegada de la estanflación fue un gran triunfo para Milton Friedman, quien había predicho exactamente ese desenlace si el Gobierno intentaba mantener la tasa de paro demasiado baja durante demasiado tiempo; todo el mundo lo consideró, con razón o —en su mayoría— sin ella, una prueba de que los mercados acertaban y el Gobierno debía limitarse a quitarse de en medio.
O, por decirlo de otra manera, muchos economistas respondieron a la estanflación dando la espalda a la economía keynesiana y a su petición de que el Gobierno adoptara medidas para combatir las recesiones.
Sin embargo, Keynes nunca se marchó del MIT. Sin duda, la estanflación ponía de manifiesto que las medidas políticas tenían limitaciones. Pero los alumnos siguieron aprendiendo acerca de las imperfecciones de los mercados y la función que la política fiscal y monetaria puede desempeñar a la hora de estimular una economía deprimida.
Y los estudiantes del MIT de la década de 1970 ahondaron en esas ideas en su trabajo posterior. Blanchard, por ejemplo, demostró que las pequeñas desviaciones de la racionalidad perfecta pueden tener grandes repercusiones económicas; Obstfeld probó que los mercados de divisas pueden experimentar a veces un pánico causado por ellos mismos.
Este punto de vista pragmático y de mentalidad abierta se vio reivindicado de forma abrumadora tras el estallido de la crisis en 2008. Los economistas de la escuela de Chicago advertían una y otra vez de que si se respondía a la crisis imprimiendo dinero y permitiendo que aumentase el déficit, se provocaría una estanflación similar a la de la década de 1970, y que la inflación y los tipos de interés se dispararían. Pero los del MIT predijeron, con acierto, que la inflación y los tipos de interés seguirían bajos mientras la economía estuviese deprimida, y que los intentos prematuros de reducir drásticamente el déficit agravarían la depresión.
La verdad, aunque nadie lo crea, es que el análisis económico que algunos aprendimos en el MIT hace mucho tiempo ha funcionado muy, pero que muy bien durante los siete últimos años.
¿Pero se ha traducido el éxito intelectual de la economía del MIT en un éxito político comparable? Por desgracia, la respuesta es que no. La visión pragmática que nos enseñaron en la universidad se ha mostrado muy acertada
Es cierto que se han producido varios triunfos monetarios importantes. La Reserva Federal, dirigida por Bernanke, hizo caso omiso de las presiones y amenazas de la derecha —Rick Perry, siendo gobernador de Texas, llegó al extremo de acusarle de traición— y se mantuvo fiel a una política resueltamente expansiva que contribuyó a limitar los estragos causados por la crisis financiera. En Europa, el activismo de Draghi ha sido crucial para tranquilizar los mercados financieros, lo que probablemente ha salvado al euro de una catástrofe.
En otros frentes, sin embargo, los buenos consejos de la panda del MIT no se han tenido en cuenta. El departamento de investigación del FMI, bajo la dirección de Blanchard, ha llevado a cabo un trabajo escrupuloso sobre los efectos de la política fiscal y ha demostrado, más allá de toda duda razonable, que recortar drásticamente el gasto cuando la economía está deprimida es un tremendo error y que los intentos de reducir una deuda elevada mediante la austeridad son contraproducentes. Pero los políticos europeos han recortado drásticamente el gasto y exigido una austeridad devastadora a los deudores de todo el continente.
Mientras tanto, en Estados Unidos, los republicanos han respondido al estrepitoso fracaso de la ortodoxia del libre mercado y al notable éxito de las predicciones de sus odiadísimos keynesianos plantándose en sus trece todavía más, decididos a no aprender nada de la experiencia.
En otras palabras, tener razón no siempre basta para cambiar el mundo. Pero, aun así, es mejor tener razón que equivocarse, y la economía del MIT, con su pragmática apertura a la evidencia, ha estado, efectivamente, muy acertada.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.
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