La experiencia demuestra que el
tamaño del Estado no conduce necesariamente a una competitividad baja; depende
de lo que haga. El crecimiento competitivo nace de la inversión en I+D, no de
la mano de obra barata
La crisis económica no ha
producido ideas nuevas. Se promueven recetas como si experiencias anteriores no
las hubiesen cuestionado, como si dispusieran de un indiscutido respaldo
intelectual y como si tuviesen validez universal. Sabemos que la receta
habitual de devaluaciones internas basadas en reducciones salariales y en
recortes del gasto público, con políticas monetarias muy restrictivas, puede
ser necesaria para evitar el colapso, pero no es suficiente para promover el
crecimiento. Sabemos también que sus efectos distributivos pueden variar: en
España, la desigualdad entre el 20% más rico y el 20% más pobre se ha
incrementado en un 27,8% desde 2008, frente a un 4,2% como media para los
países del euro (Eurostat 2013).
Políticas de reducción del Estado
se basan en una vulgarización extrema de la tesis de que el peso de lo público
“expulsa” recursos disponibles para el sector privado. Según esto, el necesario
equilibrio de las cuentas públicas se ha de basar en drásticos recortes del
gasto, no en subidas de los ingresos públicos. Pero la recaudación tributaria
varía mucho en Europa. En España supone un 31,4% del PIB; en Francia, un 43,9%
(Eurostat 2013). Simples recortes pueden conducir a un Estado inerme, incapaz
de prevenir situaciones de necesidad y de asegurar expectativas racionales de
movilidad, es decir, igualdad de oportunidades. Incapaz también de promover la
competitividad de su economía. El equilibrio macroeconómico no puede tener como
ejemplo al Portugal de Antonio Oliveira Salazar, sí a la socialdemocracia
nórdica.
Es cierto que Europa ha perdido
competitividad. Aun así entre 2012 y 2013 las economías más competitivas del mundo
eran Finlandia, Suecia, Noruega, Alemania, Dinamarca, Holanda, Austria y Reino
Unido, además de Suiza, Estados Unidos y Canadá. Solo Singapur y Hong Kong
entran en ese grupo. La economía francesa, situada en la posición 21, es más
competitiva que la del país emergente más cercano (Malasia, que ocupa la
posición 25). China se halla en el puesto 29, Brasil en el 48, México en el
53 (Global Competitiveness Index 2012-13,World
Economic Forum). España o Italia, situadas respectivamente
en las posiciones 36 y 42, tienen otros modelos a los que atender distintos del
oriental. El tamaño del Estado no conduce necesariamente a una competitividad
global baja; depende de lo que ese Estado haga.
Muchos empresarios y medios de la
derecha se han vuelto prochinos. Un ejemplo lo constituye el propietario de un
gran supermercado, Mercadona. A su juicio, la crisis económica se resolvería si
los trabajadores españoles fuesen como los chinos. Pero los chinos y sus
dirigentes no sueñan con un modelo de mano de obra barata y explotada. Su
inversión en I+D representa una proporción del PIB superior a la española y
aumenta a un ritmo muy fuerte: en un 21,7% en 2010, por ejemplo.
En Alemania, las políticas
activas de empleo evitan que los minisueldos sean un foco de pobreza
Atendamos a otro caso más
interesante: Corea del Sur. Entre 2008 y 2012, su PIB per capita creció
desde 19.026 dólares hasta 22.590 dólares. Compañías como Samsung o Hyundai son
ejemplos del aumento de la competitividad coreana. En España, por el contrario,
el PIB per capitacayó en ese periodo desde 34.977 dólares hasta
29.195 dólares. Existe una diferencia clave entre ambos países: Corea dedica a
la I+D un 3,74% de su PIB; España, tan solo un 1,39% (Banco Mundial, 2013). El
crecimiento económico y la competitividad coreana no se basan en mano de obra
barata.
En España la inversión en I+D se
ha reducido en un 40% entre 2009 y 2013. La edad media de nuestros
investigadores en los organismos públicos de investigación, incluyendo el CSIC,
es de 55 años. Investigadores jóvenes muy brillantes están siendo expulsados de
España en una sangría incesante. Es una pena que no se sigan muchos ejemplos
situados siempre fuera de España: por poner uno, David Sainsbury, propietario
también de una cadena de supermercados, que financia centros de excelencia en
ciencia, ingeniería, neurociencia, artes, políticas públicas, el University
College de Londres, la Universidad de Cambridge. Pero, por lo general, nuestros
empresarios, en aras de la competitividad, reclaman sueldos miserables, no
apoyan una investigación digna. La participación del sector privado en el gasto
en I+D es la menor de la Unión Europea, con la excepción de Polonia: un 43% del
total, frente a un 69% en Alemania(Informe COTEC 2012).
Una receta de orientación
parecida ha sido efectuada por el gobernador del Banco de España. A su juicio,
si se introdujeran minisueldos en España aumentaría la competitividad de la
economía y se reduciría la tasa de desempleo. Una mano de obra barata podría
ser empleada a un menor coste y en mayor número: muchos empresarios apoyan
entusiasmados esta propuesta. Su ejemplo es la Agenda 2010 alemana, por la que
4,4 millones de personas perciben minisueldos y no figuran como desempleados.
Pero la competitividad alemana no se basa en salarios bajos, sino en formación
e I+D; además, sus políticas activas de empleo evitan que los minisueldos se
conviertan en trampas de pobreza. Por el contrario, en España estas políticas
se hallan a la cola de Europa: suponen una proporción del PIB nueve veces inferior
a Holanda, siete veces inferior a Dinamarca. Es más, en 2012 sus recursos se
redujeron en un 21%.
Una sólida educación de base, de
carácter más polivalente, podría servir como alternativa. La presente política
educativa sigue la dirección contraria: discrimina en contra de los estudiantes
de menor renta, presumiblemente aquellos que en mayor proporción percibirían
los minisueldos. Mientras que en Dinamarca el gasto público en educación
alcanza un 7,8% del PIB y en Suecia un 7,0%, en España se sitúa en un 4,7% y la
reforma en curso prevé que se reducirá a un 3,9% en 2015.
Los resultados de la enseñanza no
universitaria en España son parecidos a los de Italia, Estados Unidos o
Francia. Con problemas importantes, sin duda. Uno muy específico de España: las
distintas tasas de escolarización de padres e hijos. Solo un 18% de los
españoles entre 55 y 65 años cursó la enseñanza secundaria superior, frente a un
41% de media en la OCDE (OCDE Skills Outlook 2013). Ese
es el legado del pasado: con la democracia las cosas empezaron a cambiar. En
2010 la esperanza de vida escolar pasó a ser de 17,2 años, superando las de
Francia, Italia o Reino Unido. Y un 94% de los jóvenes de 16 años estaba
escolarizado (datos del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, 2011). El
desfase educativo entre generaciones es muy superior al de cualquier otro país
de la OCDE.
Las pruebas de competencia
educativa que realiza la OCDE reflejan esa diferencia y muestran la inmensa
influencia de la escolarización de los padres sobre el rendimiento escolar de
los hijos. Un 69% de los estudiantes proceden de familias en las que ninguno de
los padres tiene enseñanza secundaria superior; cuando sí la tienen, los
resultados son mejores que en Estados Unidos, Austria, Italia o Francia. Por
tanto, luchar contra el fracaso escolar requiere dedicar más recursos a
estudiantes procedentes de familias desfavorecidas y con bajo nivel educativo.
Por el contrario, se están reduciendo recursos y segregando a los estudiantes
más necesitados de atención.
Con la crisis económica, estamos
embarcados en un camino de creciente desigualdad, ingentes tasas de paro, un
gran número de personas en situación de pobreza y con escasas posibilidades de
salir de ella a lo largo del ciclo vital. Cabe prever que un “nuevo modelo
productivo” no pasará por la educación y por la investigación. Pero no hay
razón para resignarse: despreciar la política conduce solo a sufrirla.
José María Maravall, sociólogo y político, fue
ministro de Educación y Ciencia (1982-1988) en Gobiernos de Felipe González. Su
libro más reciente es Las promesas políticas (Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores).
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