martes, 21 de mayo de 2024

El auge de las carreras para salvar vidas sin estudiar Medicina

 "Apenas 1 de cada 13 solicitantes de la carrera de Medicina logró la plaza en el curso 2022/2023 en una universidad pública y aunque este año el Gobierno ha aumentado algo más de un 10% las plazas (ha financiado 706 puestos extra para cubrir las vacantes venideras de doctores), lo cierto es que miles de personas se quedan fuera. Y optar por las universidades privadas no está al alcance de cualquier bolsillo: cada año de los seis que duran los estudios pueden costar hasta 21.000 euros. Pero los campus (que desde 2010 pueden crear sus propios títulos fuera de un catálogo fijado por la Administración) no paran de inaugurar nuevos grados para profesionales que trabajan codo con codo con los doctores y que pueden resultar atractivos a aspirantes a Medicina que no han logrado entrar. Aunque, ojo, estas titulaciones suelen requerir una nota de corte elevada y la guerra por la milésima está servida.

La competencia en el acceso a Medicina siempre ha sido altísima, pero la pandemia puso de manifiesto la importancia de los servicios sanitarios y la demanda ha subido desde entonces un 76%. Otras carreras de asistencia sanitaria (enfermeras, psicólogos o fisioterapeutas) también tienen muchos interesados y se abre ahora la vía de la pura investigación.

Alfonso Mendoza, doctor en Microbiología, señala que la salud es “un tema cada vez más complejo, como casi todo en este mundo”. Destaca que de la parte más asistencial se encarga , sobre todo, la medicina pero que también “hay muchos componentes que permiten tener nuevos tratamientos y diagnósticos”. Y apunta: “Lo vimos bastante claro con la pandemia. Las soluciones vinieron de la investigación biomédica, que es la que acaba desarrollando una vacuna y unos tratamientos que desarrollan diagnósticos. La investigación crea las herramientas necesarias para la asistencia”. Estos instrumentos clave para el sistema sanitario engloban muchas nuevas carreras ofertadas por el sistema español: Bioinformática, Ciencias Biomédicas, Bioingenierías, Genética, Bioquímica, Biotecnología o Neurociencia.

La Universidad Carlos III pretendía comenzar en septiembre dos grados en Getafe (Madrid), Neurociencia y Ciencias Biomédicas, pero un retraso en las obras la ha llevado a apostar solo por el primero. “Ni en España ni en la Europa continental hay uno igual. La Universidad de Maastricht [Países Bajos] tiene uno [llamado] Neurociencias, pero cuando entras en el programa no tiene mucho que ver”, explica Mendoza, coordinador del grado. “En Estados Unidos, Canadá y Australia hay mucha tradición”, continúa.

Su facultad ha decidido hacer un “grado interdisciplinar” que aúne las tres formas anglosajonas de abordar la neurociencia (la biología alrededor del funcionamiento del sistema nervioso, el comportamiento y el aprendizaje, y el desarrollo de modelos matemáticos que ayuden a entender mejor cómo funciona el cerebro) con la idea de que los estudiantes se especialicen luego con el máster. Ofertarán entre 35 y 40 plazas y la docencia será en inglés. Al tratarse del primer año, no hay una nota de acceso orientativa. Lo que sí han detectado es interés entre los bachilleres.

El campo de las Ciencias Biomédicas está más explorado. El cirujano Luis Capitán, decano de Medicina y presidente de la Asociación de decanos y decanas de Biomedicina, Ciencias Biomédicas y afines de España, cuenta: “Cabíamos en un taxi cuando creamos la asociación en 2018 y ahora necesitamos más que un microbús. Dos facultades acaban de solicitar el ingreso”. Ya son 17.

“La carrera combina los conocimientos de la medicina y la biología, con la idea de que los alumnos al final de la carrera puedan aplicar avances en biología celular y molecular al área médica. Es verdad que, a veces, la ciencia básica caminaba por otro sitio y no llegaba a la clínica”, reconoce Capitán, que subraya la buena empleabilidad de sus graduados. Entre el 70% y el 73% trabaja a los dos años de terminar, afirma. Suelen hacer el máster.

En 2009 la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid) creó el grado de Biología Sanitaria desgajando en dos el de Biología y su decisión fue muy bien acogida por los estudiantes. La nueva titulación se situó entonces como la tercera con la nota de acceso más alta de la Universidad y hoy está en segunda posición, detrás de Medicina, cuenta Daniel Martín Vega, profesor de zoología y coordinador de la carrera. Fueron pioneros y ahora no tendrían inconveniente en cambiar su nombre por el de Ciencias Biomédicas, aunque por el momento mantienen el suyo. Sus titulados pueden optar, como los biomédicos, bioquímicos y biotecnólogos, al BIR (como el MIR, pero para biólogos) para trabajar en organismos públicos, pero hay también trabajo para ellos en laboratorios biomédicos o clínicos o en clínicas de fertilidad.

La faceta tecnológica

La medicina no solo se vincula cada vez más a la ciencia sino a la tecnología y surgen grados como el de Bioingeniería o Ingeniería Biomédica. “Es una especie de fusión de biología e ingeniería [eléctrica y de comunicaciones]. Puedo poner un ejemplo. Cada vez tenemos una población más envejecida, es más normal que alguien lleve una prótesis, las de titanio son muy caras y es una responsabilidad. Los médicos eran antes los que decidían si una prótesis estaba bien hecha o no y ahora cada vez más se acude a los ingenieros, porque al final una prótesis es una pieza de un binario. El ingeniero puede hacer el diseño y comprobar, sobre todo comprobar, que la pieza final se ajusta al diseño inicial”, resume Mendoza, adscrito al departamento de Bioingeniería de la Carlos III. Estos alumnos reciben mucha formación en tratamiento computacional de la información, además de unos sólidos fundamentos en biología y medicina para trabajar con válvulas, diseño de software y algoritmos de aplicaciones bioinformáticas, imágenes de rayos X o resonancias.

En esa línea va la carrera de Bioinformática, que en septiembre se ofertará al menos en 10 universidades, entre ellas las cuatro públicas de Barcelona que comparten la titulación. En la CEU San Pablo de Madrid se ofrecerá sola o en un doble grado con Genética. No tienen un tope de alumnos, pero creen que en el primer año se apuntarán unos 15. “En las noticias se habla de estudios experimentales, pero nunca de los autores de los análisis informáticos que permiten extraer conclusiones”, explica Osvaldo Graña, director del grado en Bioinformática y Datos Masivos. “La medicina personalizada o de precisión no se entiende sin la bioinformática”, sostiene.

Por ejemplo, si un paciente no responde a un tratamiento de forma satisfactoria, puede hacerse un estudio genético que quizás encuentre una mutación que explique lo que está pasando o el análisis puede prevenir enfermedades cambiando hábitos. Graña es biólogo e ingeniero técnico informático, hasta ocho años de formación que no le parecen necesarios. En cuatro años, cree que los estudiantes serán capaces de responder a los interrogantes. También los graduados en esta nueva rama de otras titulaciones.

Algunos de los nuevos títulos son Génetica, Bioinformática o Ingenería Biomédica"


Elisa Silió. El auge de las carreras para salvar vidas sin estudiar Medicina. El País (1ª Edición), 21.05.2024, p. 32. 

lunes, 23 de octubre de 2023

La verdad de las mentiras - Mario Vargas Llosa

«¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia de la Conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución antibrechtiana: sin «ilusión» no hay novela.”

De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como pretenden las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es ha sido la aspiración humana por excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones.

Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones.

En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Ésa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran. 

Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre creciente sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos “apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.

  Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía, actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible, por ello, que los regímenes que aspiran a controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.»

La verdad de las mentiras

Mario Vargas Llosa

[Fragmento]


domingo, 15 de octubre de 2023

Los profesores que llegan al límite de dejar la profesión

“Ya está: abandono la docencia”. Así anunciaba Esther Villardón, de 35 años, que deja la profesión de maestra después de una década dando clase de inglés en una carta escrita a este diario. Cuando hace siete años aterrizó en un instituto público, se encontró con una falta de apoyo de la dirección ante situaciones de acoso. “Una alumna amenazó a una profesora con que le iba a rajar las ruedas del coche, pero el centro le quitó hierro y lo justificó diciendo que lo hacía por llamar la atención”, explica. Entonces Villardón era tutora de un grupo de alumnos con necesidades especiales. Eran unos veinte en el aula y “cada uno tenía un problema bastante serio”. “Pedí ayuda, pero en dirección estaban tan saturados que me las tuve que apañar yo sola, incluso con padres gritándome por teléfono”, abunda. Para rematarlo, tenía un par de alumnos que llegaron sin conocer la lengua y que estaban en clase “mirando sin entender nada”. “Esos alumnos están condenados al ostracismo y a mí me frustraba un montón”, remata. La docente admite haberse “quemado” y deci- dió abandonar.

El caso de esta profesora madrileña refleja una tendencia de desgaste y colapso entre los docentes que está provocando bajas por ansiedad, dimisiones de directores o incluso abandono de la profesión. La carga de responsabilidad, la pérdida de respeto, los cambios legislativos o la dificultad de gestionar la diversidad en las aulas son algunos de los factores que explican este malestar.

Algunos estudios han empezado a poner cifras a esta problemática. El 40% de los docentes reconoce haber sufrido ansiedad, depresión o agotamiento físico y mental, según el informe El profesorado en España 2023, impulsado por Educo. El estudio, realizado a partir de encuestas a 600 profesores, también recoge una importante caída en la vocación: si en 2007 el 93% se mostraba ilusionado de su profesión, a pesar de los problemas, en 2023 la cifra se hunde casi a la mitad (48%).

En la cifra del 40% de docentes que admiten sufrir ansiedad también coincide el Barómetro Internacional de la Salud y del Bienestar del Personal de la Educación, publicado esta semana. Se trata de un informe internacional coordinado por la Red Educación y Solidaridad, realizado en 11 países de diferentes continentes, y que en España ha contado con 3.000 entrevistas realizadas entre febrero y junio de este año. El Barómetro revela que el 25% de encuestados ha sido víctima —y el 44%, testigo— de un episodio de violencia (sea física, moral o de ciberacoso). Asimismo, el 65% de docentes españoles considera su trabajo “bastante” o “muy estresante”, y el 84% cree que su profesión no se valora en la sociedad. Con todo, la satisfacción con la profesión es alta y casi el 75%, si pudiera elegir, volvería a ser docente.

Pérdida de prestigio

“Tengo muchos compañeros que dejarían la profesión, pero no lo hacen por motivos económicos o porque no encuentran alternativa”, asegura Margalida Llompart, profesora de Matemáticas, que, tras 23 años de carrera, ha tirado la toalla, al menos temporalmente. “Me gusta dar clases, pero lo he dejado porque estoy quemada y los centros cada vez están peor”, resume esta docente mallorquina, que tras las primeras semanas del curso actual decidió abandonar. Su descontento con el sistema empezó hace unos seis o siete años. “Veía que los alumnos llegaban cada vez con un nivel más bajo y tienes que hacer más trabajo con ellos y con las familias para que se esfuercen y valoren las Matemáticas”, lamenta. “Pero es muy difícil, llegan con pocos hábitos de aprendizaje”, dice. Llompart considera que las nuevas metodologías de enseñanza implantadas por la Lomloe “no ayudan”.

El inicio de este curso no fue bueno para esta docente. Llompart asegura que se sintió “frustrada” e incluso tuvo un ataque de ansiedad. Al final, le salió la oportunidad de ocupar un puesto en la Administración y dejó la docencia hace una semana. “Lo he dejado por ética profesional y por coherencia personal, porque no puedo enseñar a los alumnos para que lleguen al nivel que se necesita. Si hubiera continuado hubiera acabado de baja por ansiedad”, remata.

Esa es la situación en la que se encuentra Manel. Con 21 años de experiencia como profesor de Música en infantil y primaria, le afectó ver que su materia “es poco valorada, porque se asocia a fiestas y postureo”, así como el bajo nivel de los alumnos. “Hace 10 años entré en un colegio y me empecé a dar cuenta de que los niños no entendían lo que les explicaba, había muchas dificultades lectoras y de comprensión, tuve que hacer materiales especiales para ellos”, lamenta. “Me siento impotente”, remacha.

Ángel Guirado, psicólogo especialista en educación y presidente del Colegio de Psicólogos de Girona, apunta a que el malestar docente se debe a un cúmulo de factores, empezando por la naturaleza de esa profesión. “La educación es una de las profesiones más inciertas porque enseñas y educas, pero los resultados se verán de aquí a 10 o 15 años”. Tampoco ayudan los cambios constantes de legislación “especialmente por personas que no han pisado las aulas y lo hacen por temas políticos, eso no da estabilidad ni confianza a los profesores”, añade.

Uno de los motivos clave es la pérdida de prestigio de la figura del profesor. “Antes se criticaba a los docentes porque tenían muchas vacaciones. Ahora se critica todo, desde los criterios de evaluación a los métodos pedagógicos. Hay la sensación de que la escuela es criticable”, tercia Guirado. En la misma línea insiste Joan Cumeras, miembro de la Junta Central de directores de Cataluña. “Hace años, la palabra del profesor tenía credibilidad, pero ahora todo se pone en duda. Y como hay una sobreprotección de los hijos, se cree antes lo que explican los niños que al profesor. Antes todos teníamos un profesor que nos marcó en la escuela, pero ahora encontrar esto es más difícil porque se ha perdido este respeto. Además, las noticias que aparecen sobre educación son negativas, así que se degrada la imagen social”. Cumeras añade que esta pérdida de prestigio ha abierto la veda a que se produzcan agresiones verbales, pero también físicas de alumnos hacia profesores.

También genera angustia entre los docentes el hecho de sentirse impotentes a la hora de gestionar la diversidad de las aulas y el creciente número de trastornos que presentan los alumnos. “La diversidad ha aumentado a una velocidad superior a la capacidad de adaptación del sistema y de los profesores. ¿Y cómo gestionas estas situaciones nuevas con los mismos recursos de hace 10 años?”, cuestiona el psicólogo.

A esto se añade que a los docentes, y a la escuela, se les apunta como responsables de muchos conflictos sociales. “Tenemos que solucionarlo todo, cuando en muchos casos los padres hacen dejadez de funciones y piensan que la escuela ya les enseñará hábitos de comida, de comportamiento…”, comenta Cumeras. “Se habla mucho del malestar de los alumnos, pero no nos podemos olvidar de los docentes”, reclama.

El País15 Oct 2023

IVANNA VALLESPÍN / PAU ALEMANY / FRANCISCO UBILLA


miércoles, 11 de octubre de 2023

Nobel de Economía 2023 Claudia Goldin

La profesora de la Universidad de Harvard se convierte en la tercera mujer en obtener el galardón del Banco de Suecia

La Academia sueca de las Ciencias concedió ayer el premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en Memoria de Alfred Nobel 2022, conocido como Nobel de Economía, a la estadounidense Claudia Goldin, profesora de la Universidad de Harvard (Massachusetts). El galardón, que la convierte en la tercera mujer en obtenerlo en 55 ediciones —y la primera en lograrlo en solitario—, reconoce sus estudios sobre la infrarrepresentación femenina y los menores salarios de las trabajadoras.

“Pese a la modernización, el crecimiento económico y el aumento de la proporción de mujeres empleadas en el siglo XX, durante un largo período de tiempo la brecha salarial entre mujeres y hombres apenas se cerró”, subraya la academia. “Y ella ha proporcionado el primer relato completo de los ingresos de las mujeres y la participación en el mercado laboral a lo largo de los siglos”.

Goldin (Nueva York, 1946), precursora en el análisis de la brecha de género, es licenciada en Economía por la Universidad de Cornell, doctora por la Universidad de Chicago, y en su dilatada carrera docente e investigadora ha pasado por Wisconsin, Princeton, Pensilvania y, desde 1990, Harvard. Además, forma parte de la prestigiosa Oficina Nacional de Investigación Económica desde hace más de tres décadas.

“Es un premio muy importante, no solo para mí, sino para muchas personas que trabajan en este tema [la brecha de ingresos entre hombres y mujeres] y que intentan comprender por qué persisten grandes desigualdades”, afirmó horas después, en conversación telefónica con AFP. Pese a reconocer “evoluciones importantes”, dijo, “sigue habiendo grandes desigualdades”. Ella misma es una precursora: fue la primera mujer en lograr un puesto fijo en los departamentos de Economía de Harvard y de Pensilvania, ambas de la muy prestigiosa Ivy League estadounidense.

La investigadora llevaba varias ediciones en las quinielas para obtener el premio. En 2019 ganó el Fronteras del Conocimiento BBVA “por sus innovadoras contribuciones al análisis histórico del papel de la mujer en la economía

“Sigue habiendo grandes desigualdades”, defiende la docente

El problema, explica, radica en gran parte en los mecanismos de promoción y por su análisis de las razones de la brecha de género”.

“El presentismo del hombre ha empeorado la brecha salarial con la mujer”, apuntaba entonces en una entrevista con EL PAÍS. “Desde los ochenta, durante más de 30 años, las mujeres no lo han hecho mal gracias a la mejora de su educación, en la que incluso superan al sexo masculino. Sin embargo, ha aumentado el número de hombres que echan más horas, que están todo el tiempo disponibles para la empresa. Y eso ha provocado que se haya quedado estancada la brecha y no se aprecie una mejora”.

Goldin también niega que el origen de la brecha de género fuese únicamente la discriminación: “Hay algo más”, deslizaba en aquella entrevista. Esta lacra, según sus investigaciones, creció de manera sustancial con el crecimiento de los trabajos administrativos y de servicios, un nicho del mercado laboral en el que los jefes tienden a valorar de sobremanera a los empleados que más tiempo están en su puesto de trabajo y no necesariamente a los más productivos. “Los hombres están desproporcionadamente disponibles para hacer largas jornadas en el trabajo, mientras que las mujeres están desproporcionadamente disponibles para dedicarse a tareas del hogar”.

La profesora es defensora de que los permisos de paternidad y maternidad sean iguales. Y de que los padres las tomen exactamente igual que sus parejas femeninas. “Se espera y se asume que las mujeres deben disfrutar una baja de maternidad, pero no se espera lo mismo de los hombres. Es necesario que esta actitud cambie para que deje de pensarse que el hombre que disfruta de una baja por paternidad no es un buen trabajador”, decía Goldin en 2019.

En 1990, la hoy Nobel publicó Understanding the Gender Gap– An Economic History of American Women (Entendiendo la brecha de género, una historia económica de las mujeres estadounidenses), una obra icónica en la que ponía en tela de juicio buena parte de las explicaciones que se habían dado a la brecha salarial. El origen, concluía, radica en gran medida en los mecanismos de promoción, con políticas institucionales y empresariales de gestión del personal que han contribuido a perpetuarla.

“Aunque el libro se ocupa de analizar un país, EE UU, sus resultados son aplicables a otros países”, decía al recibir el Fronteras del Conocimiento. “Los factores cruciales que han reducido las diferencias de género tienen que ver con lo que está ocurriendo en el entorno de los individuos, más que con los propios individuos. Sobre todo, se debe a cambios educativos que dan a las mujeres el empoderamiento necesario para desarrollar sus carreras profesionales”. Como cada año, con esta distinción —dotada con 11 millones de coronas suecas (950.000 euros)— se cierra la ronda de los premios Nobel. Se entregarán en una doble ceremonia que se celebrará el 10 de diciembre en Oslo (premio Nobel de la Paz) y en Estocolmo (los demás).

Los nombres femeninos son excepción entre los galardonados del Nobel de Economía. De los 93 ganadores, solo tres son mujeres: la estadounidense Elinor Ostrom (en 2009), la francesa Esther Duflo (en 2019) y, ahora, Goldin.

El País10 Oct 2023I. F.

martes, 26 de septiembre de 2023

IA Amazon

Amazon apuesta por la IA al invertir 4.000 millones en Anthropic

La empresa tendrá una participación minoritaria en la firma del ‘chatbot’ Claude

El País 26 Sep 2023M. J.,

Andy Jassy, en un acto de The New York Times en noviembre de 2022.

Amazon redobla su apuesta por la inteligencia artificial (IA) generativa. La compañía fundada por Jeff Bezos y dirigida por Andy Jassy anunció ayer una alianza estratégica con la start-up —empresa digital emergente— Anthropic en su carrera contra Microsoft, Google y otros gigantes por la nueva tecnología. Amazon invertirá hasta 4.000 millones de dólares (cerca de 3.800 millones de euros) en Anthropic y tendrá una participación minoritaria en la compañía, anunció el grupo a través de un comunicado. Como parte del acuerdo, la firma de IA usará microprocesadores y la capacidad de computación en la nube de Amazon.

Anthropic es una empresa centrada en la inteligencia artificial con sede en San Francisco (EE UU). Fue fundada en 2021 por los hermanos Daniela y Dario Amodei, antiguos miembros de OpenAI, la empresa que desarrolló ChatGPT y que se alió con Microsoft. Los hermanos Amodei fueron algunos de los que abandonaron OpenAI por sus diferencias con los acuerdos con Microsoft y con la dirección de la empresa. Uno de los principales inversores iniciales en Anthropic fue Alameda Research, la firma paralela de Sam Bankman-Fried, acusado de diversos delitos por la caída del mercado de criptomonedas FTX. Google Cloud, competidor de Amazon, también tomó una participación minoritaria en la compañía y sigue siendo su accionista.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Futuro de la Educación en España – Salamanca 8-9 de Noviembre, 2021

 

¿Qué deberíamos enseñar y aprender en el siglo XXI? ¿Hay que elegir entre igualdad de oportunidades y la excelencia? ¿Puede España conquistar la vanguardia educativa antes de 2050? ¿Se puede alcanzar un pacto educativo de largo plazo? 

Programa: https://www.espana2050.com/educacion

Enlaces:

1) https://www.youtube.com/watch?v=2C4MtzlNY6Y

2) https://www.youtube.com/watch?v=LHxhhJ6Mtvo

3) https://www.youtube.com/watch?v=GxGVmMpm13Y

martes, 9 de noviembre de 2021

España 2050 - Educación y juventud - Resumen Ejecutivo

El segundo capítulo examina el desafío de la educación de la población más joven. A pesar  de que ha mejorado mucho, nuestro sistema educativo aún presenta un rendimiento menor que  el de la mayoría de países de nuestro entorno. Esto se aprecia, entre otras cosas, en nuestras  elevadas tasas de repetición y abandono escolar, y en nuestros resultados de aprendizaje, todavía  inferiores a los de la media de la UE-27 y la OCDE. Sin reformas de calado, estas carencias  seguirán lastrando la prosperidad del país y la vida de nuestra población. De aquí a 2050, 3,4  millones de estudiantes podrían repetir curso, 2,2 millones podrían abandonar prematuramente  la escuela, y España podría verse superada en aprendizaje y calidad educativa por países como  Portugal, Hungría o Letonia.

Para evitar este escenario, España deberá llevar a cabo reformas profundas en su sistema  educativo, aprovechando las ventajas que ofrecerán tanto la digitalización como el cambio  demográfico. Tendremos que transformar la carrera docente, modernizar el currículum, ampliar  la autonomía de nuestros centros educativos, crear un sistema de evaluación eficaz, reforzar los  mecanismos de apoyo a los colectivos más desfavorecidos, y potenciar la educación de 0 a 3  años. El objetivo debe ser conquistar la vanguardia educativa europea antes de mediados de siglo

El tercer capítulo aborda el desafío de la formación y recualificación de la fuerza trabajadora. En  las últimas cuatro décadas, España ha incrementado enormemente su proporción de habitantes  con un título terciario (universidad o FP superior) hasta converger con los países de la UE-8. Sin  embargo, sigue teniendo una proporción de personas sin formación “profesionalizante” (ESO o  inferior) excesivamente elevada (el 48% de nuestra población activa), algo que está condicionando  la productividad, el empleo, y el bienestar de todo el país. Además, nuestra población adulta    presenta un dominio de competencias básicas considerablemente inferior al de sus homólogos  europeos. Tanto es así que, en España, las personas con titulación terciaria (Universidad y FP  superior) tienen un nivel de comprensión lectora y de habilidad matemática más bajo que el de  los graduados en Bachillerato de los Países Bajos.

En el futuro, a medida que la economía del conocimiento avance, la tecnología vaya transformando  nuestro tejido productivo, la población activa disminuya, y la competencia global aumente, las  carencias mencionadas se volverán más onerosas para el país, y el hecho de contar con una fuerza  trabajadora bien formada y actualizada cobrará aún mayor trascendencia. Para no quedarse  atrás en este escenario emergente, España tendrá que reducir la población que solo cuenta  con la ESO (pasando del 40% actual al 15%), aumentar considerablemente la proporción de  personas que obtienen un título de universidad o FP superior, y poner en marcha un sistema  integral de recualificación que le permita actualizar las competencias de al menos un millón de  trabajadores (empleados y desempleados) cada año. Solo así podremos cosechar las ganancias  de productividad que necesitamos, implementar con éxito la transición ecológica, y garantizar la  sostenibilidad de nuestro estado de bienestar en el largo plazo

El mismo posibilismo debería impregnar nuestra aproximación a los desafíos de capital humano.  Para equipararse a la UE-8, España deberá hacer dos cosas: mejorar sus niveles de aprendizaje  (por ejemplo, con un aumento de 20 puntos en las pruebas estandarizadas de PISA) y aumentar  la proporción de población entre 25 y 34 años que obtiene una educación superior a la ESO  en 23 puntos porcentuales. ¿Puede hacerse? Pensamos que sí. Por dos motivos. Primero,  porque nuestro país ya cosechó unos avances en aprendizaje y cobertura similares en el pasado  reciente. Segundo, porque las transformaciones demográficas y tecnológicas que ya se están  produciendo servirán de viento de cola para lograrlo. 

De aquí a 2050, España tendrá casi un  millón de estudiantes menos de entre 3 y 24 años. Esto permitirá a nuestro país duplicar su gasto por  alumno hasta equipararlo con el que ya tiene, por ejemplo, Dinamarca sin incurrir en un  incremento significativo de su gasto público. Esta inyección de recursos, unida a la generalización  de tecnologías como el big data, nos ayudará a combatir con mayor eficacia fenómenos como  el abandono o la segregación escolar, descubrir y aprovechar mejor el potencial de la población  joven, y cosechar las ganancias de cobertura y aprendizaje que necesitamos para situarnos en la  vanguardia europea de la educación.  En lo que se refiere a la formación de la población trabajadora, lo cierto es que nuestro país ya  cuenta con las instituciones, las infraestructuras y los recursos humanos necesarios para articular  ese sistema integral de recualificación que necesita, y que lo que hace falta ahora es acometer  una serie de cambios normativos y culturales paulatinos que, en cierto modo, ya están en marcha.  Si España supo crear casi 2 millones de plazas formativas en FP superior y universidad entre  1980 y 2020, bien podrá crear un millón de puestos para programas formativos mucho más  breves de aquí a 2050, sobre todo si se vale de las tecnologías digitales y los formatos híbridos  de enseñanza. 


Distopiland

Arranquemos con cifras. The Guardian informó el 17 de septiembre de 2019 de que Los testamentos (Atwood, 2019) había vendido en cinco días más de cien mil copias en Estados Unidos. Traducida a cincuenta y cuatro idiomas, la trilogía Los juegos del hambre (Collins, 2008) lleva vendidos más de cien millones de ejemplares, sin contar los de la precuela, Balada de pájaros cantores y serpientes (Collins, 2020). La versión cinematográfica del primer volumen de la saga recaudó la nada despreciable cantidad de setecientos millones de dólares. Cuantías similares engalanan las novelas Divergente (Roth, 2011) y, algo por debajo, El corredor del laberinto (Dashner, 2009). Tras la llegada a la presidencia de Donald Trump, 1984 (Orwell, 1949) batió récord de ventas. La tónica se reproduce dentro del ámbito televisivo. La serie El cuento de la criada ganó ocho galardones de los premios Emmy en 2017, edición en la que Westworld contaba con hasta veintidós nominaciones, mientras que Black Mirror lideró el rating de audiencia de las plataformas de streaming durante seis semanas de 2018. Al año siguiente, Years and years arrasó en todo el mundo.

Los marcadores ilustran que a lo largo del siglo XXI la distopía ha dejado de ser una rama de la ciencia ficción atiborrada de títulos minoritarios y agraciada con éxitos dispersos. Se ha convertido en una moda de masas altamente rentable que suministra a los fans multitud de bestsellers, blockbusters y merchandising. Entre los consumidores más recalcitrantes de la marca distopía destacan, con permiso de los boomers de clase media, los millennials, lanzados a la adquisición fogosa de mañanas fallidos, duplicados al infinito a raíz del pelotazo comercial de Los juegos del hambre. No hay duda, visto lo visto, de que vivimos rodeados de distopías “que enganchan como un opiáceo de Purdue Pharma Inc. o una cuenta de Facebook”. Entretanto, la utopía aparece como un artículo prehistórico y soporífero, procedente de eras remotas. Sin que nadie lo lamente, se disipa.

La adicción del gran público a las historias distópicas apenas alumbra la superficie de la distopofilia que nos embarga. A poco que hurguemos, descubriremos algo que se antoja menos efímero que la moda en curso: la distopización de la cultura contemporánea. Arrastrados por las cadencias prevalentes, percibimos e interpretamos la realidad distópicamente, persuadidos de sufrir manipulaciones recónditas y de morar en las entrañas de un declive civilizatorio continuo. Siendo esto así, se entiende que en 2019 Emmanuel Macron ordenara al Ministerio de los Ejércitos alistar a escritores de ciencia ficción con el objeto de adelantarse a la aparición de entornos disruptivos. En vez de contratar a esa valiosa gente para discurrir futuros deseables y tácticas para realizarlos, Macron prefirió, extenuado por la ansiedad anticipatoria, prepararse ante males hipotéticos. Actuó igual que los miembros de las élites que destinan sumas multimillonarias a la construcción de refugios privados donde guarecerse cuando las calamidades estallen. E igual, esa es otra, que la sociedad in toto: a expensas del miedo, disparador distópico por antonomasia.

Desagradable y necesario, el miedo es el “constituyente básico de la subjetividad actual” y “el más siniestro de los múltiples demonios que anidan en las sociedades abiertas de nuestra época”. El cambio climático, el auge de la extrema derecha, el agotamiento de los recursos, el aumento de la desigualdad, el terrorismo islamista, el poder de las corporaciones y la precarización laboral lo han aupado a la categoría de turbación omnipresente e indisoluble, cualidades que transfiere a las sensaciones de inseguridad y vulnerabilidad que lo escoltan. Claro está, o debería estarlo, que el quid de la cuestión no radica en el miedo en sí mismo, una emoción humana normal. Radica en la ubicuidad suprema que ha adquirido, recíproca a su desmedida instrumentalización política. Si el miedo siempre sirvió a las órdenes de las ingenierías de control, hoy ese papel se redobla apelando a los más heterogéneos peligros. Entre los miedos que se publicitan hay unos cuantos que responden a amenazas objetivas. El resto son ideológicos e inducidos. Unos sienten miedo ante la destrucción del planeta, otros ante la llegada de inmigrantes, la pérdida del empleo, la degeneración de las costumbres, los alimentos transgénicos, el avance del feminismo, los gobiernos retrógrados o la ocupación de viviendas. El día a día revolotea alrededor del miedo.

Los atentados a las Torres Gemelas en 2001 y la bancarrota financiera de 2008 amplificaron la incidencia social y los usos políticos del miedo. El pavor despertado por el futuro desde hacía bastantes décadas se ensanchó con desmesura. La deriva milenarista y fin de siècle exhibida a las puertas del 2000 fue el anticipo de lo que iba a llegar: una época de desencanto y malestar en la que el futuro pierde su aureola y degenera en un territorio hostil, poblado con las peores pesadillas y presagios, atravesado por el sentir de que nuestras fechorías, vicios y egoísmos van a ser castigados. Dos décadas más tarde, testamos un ambiente todavía más desilusionado, subyugado por la “fascinación por el apocalipsis” y por la impresión de vivir tiempos de prórroga, ubicados después del después, en la antesala de la condena terminal, del mañana donde el orbe colapsará de sopetón. Nótese, cabría puntualizar, cómo las alocuciones integristas de la fijación apocalíptica en curso difieren de la tradicional. Los apocalipsis antiguos incluían la expectativa mesiánica de que tras el correctivo impartido por la Gran Hecatombe surgiría la regeneración en un universo purificado de las maldades pretéritas. Esperanza y miedo se sustentaban recíprocamente. En cambio, el apocalipsis presente carece de gratificación posterior al castigo. Pronuncia los versos del puro final. Sus murmullos suenan como quejidos infecundos en los bulevares de Distopiland.

Preliminares de la moda distópica actual

El filósofo estadounidense Fredric Jameson afirma que el vínculo establecido entre la marcada disminución de nuevas utopías y el aumento exagerado de todo tipo de distopías concebibles viene despuntando durante las últimas décadas. Dicha relación, me permito corregir, se remonta más atrás en el tiempo. Si bien es incontestable que la mitomanía distópica tiene en los atentados de 2001 y en la crisis de 2008 sus interruptores, no menos verdad es que remacha tendencias previas, alimentadas por los miedos que florecieron en los siglos XIX y XX. El desencanto ante las promesas ilustradas y la industrialización dieron pie a los ataques, ideológicamente dispares, de los románticos decimonónicos contra la Zivilisation, nomenclatura que designaba a la sociedad mecanicista, urbana, cientificista e individualista que estaba sustituyendo a la Kultur orgánica, rural, espiritual y comunitaria. A ojos de numerosos intelectuales del momento, la llegada de la Zivilisation condenaba a los hombres a una existencia superficial, degradada e impersonal, y a Occidente a cruzar “un proceso de deterioro, agotamiento y colapso inevitable”. La costumbre de tachar a las sociedades occidentales de decadentes y enfermas tuvo en las facciones antimodernas y/o victorianas del XIX su fuente, igual que la distopía misma, que germinó entonces.

La Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión ensancharon el influjo del pesimismo cultural y facilitaron que las incipientes distopías ganaran adeptos y reputación. Para los eruditos despechados de la década de 1930, “la Primera Guerra Mundial, el ascenso del fascismo, la degeneración del comunismo soviético en estalinismo y el fracaso del capitalismo occidental […] eran comentarios burlones lanzados contra las esperanzas utópicas”. Su estado de ánimo era firmemente distópico.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, y con los totalitarismos, las bombas atómicas, los genocidios, el Gulag y la violencia de Estado ocupando el primer plano de la discusión, ya era la distopía la que acaparaba el estrellato, no la utopía, cuyas presencias editoriales descendieron hasta mínimos históricos, sin rozar nunca la resonancia obtenida por Edward Bellamy, Étienne Cabet o H. G. Wells. Estas dinámicas no cambiarían en adelante, ni siquiera en el lapso 1974-1976, cuando el feminismo, el ecologismo y la contracultura espolearon la escritura de Los desposeídos (Le Guin, 1974), Ecotopía (Callenbach, 1975), El hombre hembra (Russ, 1975) y Mujer al borde del tiempo (Piercy, 1976), utopías cruciales para la renovación del género. Su importancia no puede hacernos perder de vista que las distopías ganaron cuantitativa y cualitativamente por goleada en idénticas fechas, mientras el lozano capitalismo tardío comandaba, auxiliado por las incipientes tecnologías informáticas, el salto de los mercados nacionales al mercado global, de la economía industrial a la economía financiera, de la socialdemocracia al neoliberalismo, canjes que fraguaron el tránsito de la modernidad a la posmodernidad.


Solía haber individuos que desfilaban con carteles en que se proclamaba: “¡El fin del mundo está próximo!”. Ahora han sido reemplazados por una legión de personas serias

Distopiland cuenta con tanteos prematuros. El sociólogo Fred Polak notificó en 1953 que Occidente estaba asistiendo a la “decadencia de las imágenes utópicas del futuro, reflejo de la fe perdida en la fuerza humana y la libre autodeterminación”. Coincidiendo con el inicio de la crisis del petróleo y la publicación de Los límites del crecimiento por parte del Club de Roma, John Maddox, director de la revista Nature, auscultó los primeros indicios de la distopofilia. Corría el año 1972. Los riesgos que catapultaban el miedo en la sociedad de la época eran la superpoblación, el DDT, la ingeniería genética, la energía atómica y el agotamiento de los alimentos, amenazas rentabilizadas por la ciencia ficción catastrofista y los ensayos superventas de Paul R. Ehrlich y Barry Commoner, científicos de divulgación propensos al alarmismo sensacionalista. Con ellos en mente, Maddox decretó:


Los profetas del desastre se han multiplicado notablemente en los últimos años. Solía haber individuos que desfilaban por las calles de la ciudad con carteles en que se proclamaba: “¡El fin del mundo está próximo!”. Ahora han sido reemplazados por una legión de personas serias, de científicos, filósofos y políticos, que proclaman que hay calamidades más sutiles esperándonos a la vuelta de la esquina.


La distopización de los imaginarios tampoco pasó desapercibida a los estudiosos de la ciencia ficción. Kingsley Amis publicó New Maps of Hell (1960), compilación de ensayos que vinculaba la supremacía distópica a la consternación desatada por la Segunda Guerra Mundial y los regímenes de Hitler y Stalin. Dos años después, Chad Walsh informaba en From Utopia to Nightmare de que “el lector que busque utopías actuales, probablemente las encontrará torpes y poco convincentes. Pero si quiere pesadillas presentadas por expertos, puede elegir entre una variedad de horrores mayor que la descrita por Dante”. Premisas análogas decoraron The Future as Nightmare (1967), de Mark Hillegas, y Science Fiction and the New Dark Age (1976), de Harold Berger. Entre ambos, apareció Historia de la ciencia ficción (1971), del escritor Sam Lundway, donde leemos:


Muchos escritores de ciencia ficción son unos misántropos incurables. Esto podría ser resultado de una inclinación insólitamente pesimista o de una gran perspicacia, pero lo cierto es que pocos escritores modernos de SF hallan razones para contemplar el futuro con gran esperanza […]. El futuro resultará ser exactamente como nuestra propia época […], solo que peor. Y luego reflejan un infierno sobre la Tierra.


La cimentación de Distopiland recibió el espaldarazo definitivo el nueve de noviembre de 1989, día en que se produjo la caída del Muro de Berlín. La utopía sufrió una bofetada brutal, pues el lance parecía ratificar que los sueños de perfeccionamiento y emancipación habían fracasado donde más duele, en la práctica. El acontecimiento aglutinó simbólicamente el tropel de fracasos vividos por los movimientos revolucionarios en el pasado, fracasos que, reunidos de golpe, se manifestaron intolerables, humillantes, imposibles de procesar. Nada quedaba ahí de la dignidad y la aureola desprendidas de los reveses previos (Comuna de París, guerra civil española, Mayo del 68, Gobierno de Pinochet), capaces de dispensar orgullo e incitar el afán de revancha. En esta ocasión, la derrota era categórica. Los escombros taponaron el horizonte utópico socialista que había conferido esperanza a millones de personas. Esperanza, a decir verdad, que llegaba menguada a causa de la larga secuencia de desengaños estrenada con la naturaleza totalitaria de la Unión Soviética y prorrogada por la represión de la Primavera de Praga, las matanzas de la Revolución Cultural y el genocidio de Camboya. Quienes en otros lapsos confiaron en transformar el mundo enfermaron de estrés postraumático y sobrevivieron atormentados por el duelo y la culpa. Resentidos y desmoralizados, cooperaron en la desutopización de la conciencia política consolidada aquella jornada, como una venganza tardía por las ilusiones esgrimidas en la juventud.

La literatura distópica en América (1)

En una ciudad del futuro, que quizás es Montevideo o quizás no, las clínicas están colapsadas, las personas no salen de casa sin mascarilla, los ciudadanos más pobres se han encerrado en sus apartamentos y los más ricos han escapado a hogares de lujo fuera de la ciudad. Todo eso se asimila al 2020, pero no lo es. Las algas del río de esta ciudad costera se han tornado color rojo vivo, los peces han muerto o mutado, todos los pájaros se han ido. La comida fresca escasea y a la mayoría solo les quedan restos de carne procesada para sobrevivir. El contacto del aire exterior con la piel es lo que buscan evitar a toda costa: el viento es rojo y puede despellejar los cuerpos, dejando en carne viva a las personas. “En la tele decían que la contaminación se había extendido, pero no informaban a dónde,” dice desde su cuarentena la narradora de Mugre Rosa (Literatura Random House), una nueva novela distópica de la escritora uruguaya Fernanda Trías. “Era noviembre del año pasado, digo, y la epidemia no daba señales de mejorar.”

La literatura de ciencia-ficción latinoamericana, que durante décadas estuvo eclipsada por el boom del realismo mágico, ha ganado en los últimos años un espacio más digno entre varios autores y editoriales que hasta hace poco estaban solo dedicados al realismo, o que consideraban la ciencia-ficción como algo solo para jóvenes. “Al menos en los últimos cinco años hemos puesto mayor empeño en promover el catálogo de ciencia-ficción”, asegura a Babelia Eloísa Nava, editora de Random House, que, al igual que sus colegas, ha recibido en ese tiempo más manuscritos de lo usual con elementos de ciencia-ficción. Los editores, explica Nava, también han sido también cada año más receptivos a publicarlos. “¿Por qué? Es una mera intuición, pero el éxito que las series en HBO, Netflix, Amazon, etc., de ciencia-ficción y fantasía han tenido entre el público atrajo la atención de los editores hacia esas temáticas muchas veces denostadas”.

La novela de Fernanda Trías es solo un ejemplo entre varios libros distópicos preocupados por el futuro del planeta y que han salido en el último año en editoriales como Random, Alfaguara, Periférica, Planeta o Almadía: está Tejer la oscuridad (Literatura Random House), la última novela del mexicano Emiliano Monge, que imagina un mundo en 2033 en el que ya no tendremos capa de ozono y el hirviente calor duplicará a los seres humanos en dos; está también Sinfín (Literatura Random House), del argentino Martín Caparrós, en el que gran parte de los seres humanos en 2070 ya habrán alcanzado la inmortalidad; y está Aún el agua (Seix Barral), del colombiano Juan Álvarez, que avanza hacia 2232 y donde el agua escasea en buena parte de la tierra y un grupo de mujeres jóvenes debe cruzar una cortina tóxica para restablecer el ciclo hidrológico entre dos sectores del planeta que están divididos.

“En algún punto la humanidad va a tener que plantearse la gran masacre de las otras especies”, explicó Fernanda Trías a una estación de radio en Uruguay cuando se publicó su libro en su país (Random House lo publicará en el 2021 en el resto del continente y en España). Trías, al igual que Monge o Álvarez, escribieron sus novelas antes de que el coronavirus transformará nuestra vida diaria. Más que estar preocupados por la pandemia o el desarrollo de la tecnología punta –como lo hacían los clásicos de la ciencia-ficción anglosajona, desde el Frankenstein de Mary Shelley a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick–, en estas nuevas novelas lo que hay es una profunda preocupación por la degradación del medio ambiente. “No existe tal cosa como la imaginación privada en la literatura. Es comunal”, explica Emiliano Monge sobre la razón por la que varios escritores como él están explorando con la ciencia ficción. “Son muchas imaginaciones llegando a lo mismo por intuición, porque compartimos este planeta, compartimos angustias”.

“La ciencia-ficción será el nuevo realismo”, dijo hace dos años el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, pensando en el género literario y cómo la distopía y la actualidad cada día se acercan más. “Nos puede ayudar a narrar los cambios individuales y sociales que están ocurriendo gracias al impacto de los nuevos medios y tecnologías”. Paz Soldán, gran lector y escritor de ciencia-ficción, ha experimentado con este género antes que sus contemporáneos, combinando lo distópico con las ecotragedias: su celebrada novela Iris (Alfaguara, 2014) también se preocupaba por la destrucción del medio ambiente, pero más específicamente por la explotación minera en América Latina, pintando un mundo posapocalíptico en guerra.


El ascenso del new weird


“Quizás antes había una mirada más condescendiente hacia la ciencia-ficción,” dice Paz Soldán, que al igual que otros escritores y editores consultados, considera que la nueva ciencia-ficción latinoamericana se diferencia de la tradicional anglosajona por ser más flexible y combinar distintos registros, como el terror o lo gótico. “En general, en Latinoamérica los géneros nunca han sido muy cerrados como en otros lugares, hay mucha flexibilidad y no hay tanto escritor de género”, explica Soldán. “EE UU tiene un mundo editorial mucho más segmentado, tienes submundos enteros dedicados a la ciencia-ficción.”

El mexicano Alberto Chimal es otro de los autores con una larga trayectoria -cinco novelas y más de 20 selecciones de cuentos- dedicada a la literatura fantástica y de ciencia-ficción. También coincide en que efectivamente se puede hablar de unos rasgos característicos del género en Latinoamérica: “Nuestra especulación está más cerca del cambio social o político que del tecnológico. A la vez, nuestras proyecciones de mundos futuros son más amplias y no están tan prototípicamente influidas y condicionadas por el norte occidental”. Como ejemplo del chovinismo distópico estadounidense, pone una escena de la película Independence Day. “Todos los ejércitos del mundo están preparados para responder al ataque alienígena. Pero todos esperan la señal de los Estados Unidos. Sin embargo, hay muchas obras recientes donde el norte global no aparece para nada, como El Gusano, de Luis Carlos Barragán, donde todo sucede en Colombia; o en los cuentos mexicanos de Andrea Chapela”.

Asibles, perfiladores y otras máquinas del ingenio (Almadía) es el título de la selección de cuentos de Chapela, donde abunda la chatarra high-tech del futuro incrustada en el cuerpo humano y una Ciudad de México que ha vuelto a convertirse en un lago tras un diluvio que nunca termina. “Algo está sucediendo en Latinoamérica. Se está escribiendo más ciencia-ficción como una manera de hacer literarias las metáforas de nuestro día a día. Nos estamos apropiando del género después de ser muy reactivos a las tendencias anglosajonas. El ciberpunk, por ejemplo, llegó a aquí en los noventa, una década más tarde”, sostiene la autora mexicana.

“En Latinoamérica, la ciencia-ficción ha derivado en otro tipo de mezclas, o en otro tipo de hibridez con otros géneros”, dice en la misma línea Rodrigo Bastidas, director colombiano de la Editorial Vestigio, que trabaja con nuevos autores de ciencia-ficción. Uno de ellos es El Gusano, de Luis Carlos Barragán, en el que las personas prefieren no tocarse porque sus cuerpos y sus conciencias pueden fusionarse. “Es una idea política en relación con el aumento de ideas de ultraderecha, xenofóbicas y homofóbicas”, explicó Barragán en una entrevista reciente. “Si la gente se puede fusionar, si la gente puede tener partes de las personas que odia, no se puede odiar más a los otros”.

Esta mezcla de géneros de la que habla Bastidas, que puede catalogarse como new weird, combina la ciencia-ficción clásica con el bizarro o el terror, y sobre todo con un interés más amplio por la ciencia. “El new weird en América Latina está proponiendo, a diferencia de la ciencia-ficción clásica, no atarse de manera tan fuerte a las ciencias duras como la biología, la química, las matemáticas,” dice Bastidas, “sino que está preocupándose mucho más por las ciencias humanas como la antropología, la sociología o la política”.

En el planeta seco del mexicano Emiliano Monge, por ejemplo, hay una búsqueda de los personajes de la lingüística quechua hecha con quipus; en el mundo gobernado por ciborgs de Ygdrasil (Plaza & Janés), del chileno Jorge Baradit, hay un retorno a la sabiduría indígena de chamanes Mapuches; en Habana Underguater, del cubano Erick J. Mota, las deidades yorubas exploran las redes del ciberespacio; en los cuentos de Nuestro mundo muerto, de la boliviana Liliana Colanzi, hay ruinas incas donde “algunas noches bajan naves espaciales” o una cholita a quien, tras comerse unos cactus en el desierto, “se le desvela la fecha en la que el planeta y el universo serán destruidos por una tremenda explosión”.

“¿Por qué no decir que los chamanes son científicos?”, plantea Bastidas. “Hay una epistemología científica que siempre se ha tenido en cuenta para la ciencia-ficción, que es la epistemología occidental: ciencias, matemáticas, etc. Las ciencias duras. Pero ahorita hay una revaluación de otro tipo de epistemología, como las epistemologías de los pueblos originarios, otras formas de entender el mundo, que son otras formas de ciencia no-occidentales, como formas de ciencia otras, como lenguajes científicos.”

El rescate de los olvidados

El escritor Paz Soldán ha percibido también cómo en Latinoamérica, si bien hay más interés en la ciencia-ficción, no ha sido en dirección de crear “óperas espaciales” como la serie Star Trek, donde imaginan viajes interplanetarios. En ese sentido hay un tipo de relación muy distinta con la tecnología desde que se empezó a hacer ciencia-ficción. “En Latinoamérica somos un continente donde la ciencia no la creamos sino que la recibimos, como si fuéramos espectadores pasivos”, dice Paz Soldán. “Se trata también de ver cómo representamos la ciencia, no verlo desde punto de vista sociológico, sino cómo trabaja en nuestra conciencia, en nuestra subjetividad”.

Anterior al realismo, o incluso al realismo mágico del siglo XX, pocas editoriales trabajan únicamente con ciencia-ficción. Excepciones fueron Minotauro, en México, creada por el escritor Francisco Porrúa en 1955, que tradujo Crónicas marcianas de Bradbury y luego otros trabajos por Ursula K. LeGuin o Philip K. Dick. Aunque ya desde finales del XIX autores latinoamericanos comenzaron a fijarse en el canon fijado por Edgar Allan Poe o los decadentistas franceses y sus intentos de construir entornos artificiales, pocos de los pioneros que intentaron imitar la ciencia-ficción anglosajona alcanzaron el reconocimiento que lograron otros más cercanos a la literatura fantástica.

Uno de esos pocos autores conocidos en el género a principios del siglo XX fue el argentino Leopoldo Lugones, que escribió varios cuentos de ciencia-ficción. “He descubierto la potencia mecánica del sonido”, revela uno de sus personajes en un cuento de 1906 que construye un extraño aparato para convertir la música en material. Clemente Palma, el hijo del escritor peruano Ricardo Palma, escribió la novela XYZ en 1934, en la que la ciencia logra crear clones de personajes del cine. Incluso esos clásicos rechazados de principios del siglo, en algunas editoriales independientes, han tenido más atención en los últimos años.

“Se nos ha agotado varias veces”, cuenta Felipe González, director de la editorial colombiana Laguna Libros, sobre la reedición de Barranquilla 2132, un libro escrito en 1932 en el que un doctor despierta en la ciudad de Barranquilla después de 200 años de hibernación voluntaria. El médico llega a explorar un mundo en el que los carros han sido reemplazados por las avionetas, las mujeres se visten igual que los hombres (una sorpresa desagradable para el narrador de 1932) y “las máquinas habían terminado por desalojar a los obreros”. El libro fue un fracaso rotundo cuando salió en los treinta, pero en la última década a Barranquilla 2132 le fue mucho mejor: se imprimió ya tres veces, un gran logro para una pequeña editorial como Laguna.

González, al igual que otros editores, considera que la ciencia-ficción se había entendido antes solo como “literatura juvenil” –como los libros de Harry Potter, que más que ciencia-ficción son fantasía– y empieza poco a poco a entenderse como literatura para adultos. Pero admite que ahora que hay más interés por lo bizarro, lo gótico o lo distópico, cada vez le parece más difícil llamarlo solo ciencia-ficción. “Todos los autores que hemos publicado, sobre todo las autoras latinoamericanas, están explorando más con los libros en categorías que son inclasificables”. Dos ejemplos recientes de esta nueva y celebrada ola son Mariana Enriquez, premio Herralde 2019 con Nuestra parte de noche, una novela a la vez social y fantasmagórica. Y Mónica Ojeda, finalista de la Bienal de Novela Vargas Llosa con su última novela y con un nuevo libro de relatos gótico-andinos, Las voladoras (Páginas de Espuma), a punto de publicarse en Latinoamérica.

El último libro de cuentos del autor mexicano Yuri Herrera, Diez Planetas, también combina muchos de los elementos de esta nueva ciencia-ficción latinoamericana: una preocupación por la lingüística, los efectos de la tecnología en nuestra psique o la destrucción del medio ambiente. En el cuento ‘Los últimos’, un hombre llamado Reu atraviesa el océano Atlántico, que de océano le queda muy poco. “El mar se había comido la tierra y la basura se había comido el mar’’, dice el narrador. Reu camina durante dos años para escapar de nuestro planeta, para encontrar una nave que lo lleve hasta los límites del sistema solar donde existe “un lugar habitable”. Un nuevo planeta “donde casi se podía vivir bien”. 

La ciencia ficción latinoamericana vive un renacimiento entre los autores y editoriales más reconocidos de la región

CAMILA OSORIO – DAVID MARCIAL PÉREZ

27 NOV 2020 - 00:30 CET

El País