martes, 9 de noviembre de 2021

Distopiland

Arranquemos con cifras. The Guardian informó el 17 de septiembre de 2019 de que Los testamentos (Atwood, 2019) había vendido en cinco días más de cien mil copias en Estados Unidos. Traducida a cincuenta y cuatro idiomas, la trilogía Los juegos del hambre (Collins, 2008) lleva vendidos más de cien millones de ejemplares, sin contar los de la precuela, Balada de pájaros cantores y serpientes (Collins, 2020). La versión cinematográfica del primer volumen de la saga recaudó la nada despreciable cantidad de setecientos millones de dólares. Cuantías similares engalanan las novelas Divergente (Roth, 2011) y, algo por debajo, El corredor del laberinto (Dashner, 2009). Tras la llegada a la presidencia de Donald Trump, 1984 (Orwell, 1949) batió récord de ventas. La tónica se reproduce dentro del ámbito televisivo. La serie El cuento de la criada ganó ocho galardones de los premios Emmy en 2017, edición en la que Westworld contaba con hasta veintidós nominaciones, mientras que Black Mirror lideró el rating de audiencia de las plataformas de streaming durante seis semanas de 2018. Al año siguiente, Years and years arrasó en todo el mundo.

Los marcadores ilustran que a lo largo del siglo XXI la distopía ha dejado de ser una rama de la ciencia ficción atiborrada de títulos minoritarios y agraciada con éxitos dispersos. Se ha convertido en una moda de masas altamente rentable que suministra a los fans multitud de bestsellers, blockbusters y merchandising. Entre los consumidores más recalcitrantes de la marca distopía destacan, con permiso de los boomers de clase media, los millennials, lanzados a la adquisición fogosa de mañanas fallidos, duplicados al infinito a raíz del pelotazo comercial de Los juegos del hambre. No hay duda, visto lo visto, de que vivimos rodeados de distopías “que enganchan como un opiáceo de Purdue Pharma Inc. o una cuenta de Facebook”. Entretanto, la utopía aparece como un artículo prehistórico y soporífero, procedente de eras remotas. Sin que nadie lo lamente, se disipa.

La adicción del gran público a las historias distópicas apenas alumbra la superficie de la distopofilia que nos embarga. A poco que hurguemos, descubriremos algo que se antoja menos efímero que la moda en curso: la distopización de la cultura contemporánea. Arrastrados por las cadencias prevalentes, percibimos e interpretamos la realidad distópicamente, persuadidos de sufrir manipulaciones recónditas y de morar en las entrañas de un declive civilizatorio continuo. Siendo esto así, se entiende que en 2019 Emmanuel Macron ordenara al Ministerio de los Ejércitos alistar a escritores de ciencia ficción con el objeto de adelantarse a la aparición de entornos disruptivos. En vez de contratar a esa valiosa gente para discurrir futuros deseables y tácticas para realizarlos, Macron prefirió, extenuado por la ansiedad anticipatoria, prepararse ante males hipotéticos. Actuó igual que los miembros de las élites que destinan sumas multimillonarias a la construcción de refugios privados donde guarecerse cuando las calamidades estallen. E igual, esa es otra, que la sociedad in toto: a expensas del miedo, disparador distópico por antonomasia.

Desagradable y necesario, el miedo es el “constituyente básico de la subjetividad actual” y “el más siniestro de los múltiples demonios que anidan en las sociedades abiertas de nuestra época”. El cambio climático, el auge de la extrema derecha, el agotamiento de los recursos, el aumento de la desigualdad, el terrorismo islamista, el poder de las corporaciones y la precarización laboral lo han aupado a la categoría de turbación omnipresente e indisoluble, cualidades que transfiere a las sensaciones de inseguridad y vulnerabilidad que lo escoltan. Claro está, o debería estarlo, que el quid de la cuestión no radica en el miedo en sí mismo, una emoción humana normal. Radica en la ubicuidad suprema que ha adquirido, recíproca a su desmedida instrumentalización política. Si el miedo siempre sirvió a las órdenes de las ingenierías de control, hoy ese papel se redobla apelando a los más heterogéneos peligros. Entre los miedos que se publicitan hay unos cuantos que responden a amenazas objetivas. El resto son ideológicos e inducidos. Unos sienten miedo ante la destrucción del planeta, otros ante la llegada de inmigrantes, la pérdida del empleo, la degeneración de las costumbres, los alimentos transgénicos, el avance del feminismo, los gobiernos retrógrados o la ocupación de viviendas. El día a día revolotea alrededor del miedo.

Los atentados a las Torres Gemelas en 2001 y la bancarrota financiera de 2008 amplificaron la incidencia social y los usos políticos del miedo. El pavor despertado por el futuro desde hacía bastantes décadas se ensanchó con desmesura. La deriva milenarista y fin de siècle exhibida a las puertas del 2000 fue el anticipo de lo que iba a llegar: una época de desencanto y malestar en la que el futuro pierde su aureola y degenera en un territorio hostil, poblado con las peores pesadillas y presagios, atravesado por el sentir de que nuestras fechorías, vicios y egoísmos van a ser castigados. Dos décadas más tarde, testamos un ambiente todavía más desilusionado, subyugado por la “fascinación por el apocalipsis” y por la impresión de vivir tiempos de prórroga, ubicados después del después, en la antesala de la condena terminal, del mañana donde el orbe colapsará de sopetón. Nótese, cabría puntualizar, cómo las alocuciones integristas de la fijación apocalíptica en curso difieren de la tradicional. Los apocalipsis antiguos incluían la expectativa mesiánica de que tras el correctivo impartido por la Gran Hecatombe surgiría la regeneración en un universo purificado de las maldades pretéritas. Esperanza y miedo se sustentaban recíprocamente. En cambio, el apocalipsis presente carece de gratificación posterior al castigo. Pronuncia los versos del puro final. Sus murmullos suenan como quejidos infecundos en los bulevares de Distopiland.

Preliminares de la moda distópica actual

El filósofo estadounidense Fredric Jameson afirma que el vínculo establecido entre la marcada disminución de nuevas utopías y el aumento exagerado de todo tipo de distopías concebibles viene despuntando durante las últimas décadas. Dicha relación, me permito corregir, se remonta más atrás en el tiempo. Si bien es incontestable que la mitomanía distópica tiene en los atentados de 2001 y en la crisis de 2008 sus interruptores, no menos verdad es que remacha tendencias previas, alimentadas por los miedos que florecieron en los siglos XIX y XX. El desencanto ante las promesas ilustradas y la industrialización dieron pie a los ataques, ideológicamente dispares, de los románticos decimonónicos contra la Zivilisation, nomenclatura que designaba a la sociedad mecanicista, urbana, cientificista e individualista que estaba sustituyendo a la Kultur orgánica, rural, espiritual y comunitaria. A ojos de numerosos intelectuales del momento, la llegada de la Zivilisation condenaba a los hombres a una existencia superficial, degradada e impersonal, y a Occidente a cruzar “un proceso de deterioro, agotamiento y colapso inevitable”. La costumbre de tachar a las sociedades occidentales de decadentes y enfermas tuvo en las facciones antimodernas y/o victorianas del XIX su fuente, igual que la distopía misma, que germinó entonces.

La Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión ensancharon el influjo del pesimismo cultural y facilitaron que las incipientes distopías ganaran adeptos y reputación. Para los eruditos despechados de la década de 1930, “la Primera Guerra Mundial, el ascenso del fascismo, la degeneración del comunismo soviético en estalinismo y el fracaso del capitalismo occidental […] eran comentarios burlones lanzados contra las esperanzas utópicas”. Su estado de ánimo era firmemente distópico.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, y con los totalitarismos, las bombas atómicas, los genocidios, el Gulag y la violencia de Estado ocupando el primer plano de la discusión, ya era la distopía la que acaparaba el estrellato, no la utopía, cuyas presencias editoriales descendieron hasta mínimos históricos, sin rozar nunca la resonancia obtenida por Edward Bellamy, Étienne Cabet o H. G. Wells. Estas dinámicas no cambiarían en adelante, ni siquiera en el lapso 1974-1976, cuando el feminismo, el ecologismo y la contracultura espolearon la escritura de Los desposeídos (Le Guin, 1974), Ecotopía (Callenbach, 1975), El hombre hembra (Russ, 1975) y Mujer al borde del tiempo (Piercy, 1976), utopías cruciales para la renovación del género. Su importancia no puede hacernos perder de vista que las distopías ganaron cuantitativa y cualitativamente por goleada en idénticas fechas, mientras el lozano capitalismo tardío comandaba, auxiliado por las incipientes tecnologías informáticas, el salto de los mercados nacionales al mercado global, de la economía industrial a la economía financiera, de la socialdemocracia al neoliberalismo, canjes que fraguaron el tránsito de la modernidad a la posmodernidad.


Solía haber individuos que desfilaban con carteles en que se proclamaba: “¡El fin del mundo está próximo!”. Ahora han sido reemplazados por una legión de personas serias

Distopiland cuenta con tanteos prematuros. El sociólogo Fred Polak notificó en 1953 que Occidente estaba asistiendo a la “decadencia de las imágenes utópicas del futuro, reflejo de la fe perdida en la fuerza humana y la libre autodeterminación”. Coincidiendo con el inicio de la crisis del petróleo y la publicación de Los límites del crecimiento por parte del Club de Roma, John Maddox, director de la revista Nature, auscultó los primeros indicios de la distopofilia. Corría el año 1972. Los riesgos que catapultaban el miedo en la sociedad de la época eran la superpoblación, el DDT, la ingeniería genética, la energía atómica y el agotamiento de los alimentos, amenazas rentabilizadas por la ciencia ficción catastrofista y los ensayos superventas de Paul R. Ehrlich y Barry Commoner, científicos de divulgación propensos al alarmismo sensacionalista. Con ellos en mente, Maddox decretó:


Los profetas del desastre se han multiplicado notablemente en los últimos años. Solía haber individuos que desfilaban por las calles de la ciudad con carteles en que se proclamaba: “¡El fin del mundo está próximo!”. Ahora han sido reemplazados por una legión de personas serias, de científicos, filósofos y políticos, que proclaman que hay calamidades más sutiles esperándonos a la vuelta de la esquina.


La distopización de los imaginarios tampoco pasó desapercibida a los estudiosos de la ciencia ficción. Kingsley Amis publicó New Maps of Hell (1960), compilación de ensayos que vinculaba la supremacía distópica a la consternación desatada por la Segunda Guerra Mundial y los regímenes de Hitler y Stalin. Dos años después, Chad Walsh informaba en From Utopia to Nightmare de que “el lector que busque utopías actuales, probablemente las encontrará torpes y poco convincentes. Pero si quiere pesadillas presentadas por expertos, puede elegir entre una variedad de horrores mayor que la descrita por Dante”. Premisas análogas decoraron The Future as Nightmare (1967), de Mark Hillegas, y Science Fiction and the New Dark Age (1976), de Harold Berger. Entre ambos, apareció Historia de la ciencia ficción (1971), del escritor Sam Lundway, donde leemos:


Muchos escritores de ciencia ficción son unos misántropos incurables. Esto podría ser resultado de una inclinación insólitamente pesimista o de una gran perspicacia, pero lo cierto es que pocos escritores modernos de SF hallan razones para contemplar el futuro con gran esperanza […]. El futuro resultará ser exactamente como nuestra propia época […], solo que peor. Y luego reflejan un infierno sobre la Tierra.


La cimentación de Distopiland recibió el espaldarazo definitivo el nueve de noviembre de 1989, día en que se produjo la caída del Muro de Berlín. La utopía sufrió una bofetada brutal, pues el lance parecía ratificar que los sueños de perfeccionamiento y emancipación habían fracasado donde más duele, en la práctica. El acontecimiento aglutinó simbólicamente el tropel de fracasos vividos por los movimientos revolucionarios en el pasado, fracasos que, reunidos de golpe, se manifestaron intolerables, humillantes, imposibles de procesar. Nada quedaba ahí de la dignidad y la aureola desprendidas de los reveses previos (Comuna de París, guerra civil española, Mayo del 68, Gobierno de Pinochet), capaces de dispensar orgullo e incitar el afán de revancha. En esta ocasión, la derrota era categórica. Los escombros taponaron el horizonte utópico socialista que había conferido esperanza a millones de personas. Esperanza, a decir verdad, que llegaba menguada a causa de la larga secuencia de desengaños estrenada con la naturaleza totalitaria de la Unión Soviética y prorrogada por la represión de la Primavera de Praga, las matanzas de la Revolución Cultural y el genocidio de Camboya. Quienes en otros lapsos confiaron en transformar el mundo enfermaron de estrés postraumático y sobrevivieron atormentados por el duelo y la culpa. Resentidos y desmoralizados, cooperaron en la desutopización de la conciencia política consolidada aquella jornada, como una venganza tardía por las ilusiones esgrimidas en la juventud.

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