martes, 9 de noviembre de 2021

La literatura distópica en América (1)

En una ciudad del futuro, que quizás es Montevideo o quizás no, las clínicas están colapsadas, las personas no salen de casa sin mascarilla, los ciudadanos más pobres se han encerrado en sus apartamentos y los más ricos han escapado a hogares de lujo fuera de la ciudad. Todo eso se asimila al 2020, pero no lo es. Las algas del río de esta ciudad costera se han tornado color rojo vivo, los peces han muerto o mutado, todos los pájaros se han ido. La comida fresca escasea y a la mayoría solo les quedan restos de carne procesada para sobrevivir. El contacto del aire exterior con la piel es lo que buscan evitar a toda costa: el viento es rojo y puede despellejar los cuerpos, dejando en carne viva a las personas. “En la tele decían que la contaminación se había extendido, pero no informaban a dónde,” dice desde su cuarentena la narradora de Mugre Rosa (Literatura Random House), una nueva novela distópica de la escritora uruguaya Fernanda Trías. “Era noviembre del año pasado, digo, y la epidemia no daba señales de mejorar.”

La literatura de ciencia-ficción latinoamericana, que durante décadas estuvo eclipsada por el boom del realismo mágico, ha ganado en los últimos años un espacio más digno entre varios autores y editoriales que hasta hace poco estaban solo dedicados al realismo, o que consideraban la ciencia-ficción como algo solo para jóvenes. “Al menos en los últimos cinco años hemos puesto mayor empeño en promover el catálogo de ciencia-ficción”, asegura a Babelia Eloísa Nava, editora de Random House, que, al igual que sus colegas, ha recibido en ese tiempo más manuscritos de lo usual con elementos de ciencia-ficción. Los editores, explica Nava, también han sido también cada año más receptivos a publicarlos. “¿Por qué? Es una mera intuición, pero el éxito que las series en HBO, Netflix, Amazon, etc., de ciencia-ficción y fantasía han tenido entre el público atrajo la atención de los editores hacia esas temáticas muchas veces denostadas”.

La novela de Fernanda Trías es solo un ejemplo entre varios libros distópicos preocupados por el futuro del planeta y que han salido en el último año en editoriales como Random, Alfaguara, Periférica, Planeta o Almadía: está Tejer la oscuridad (Literatura Random House), la última novela del mexicano Emiliano Monge, que imagina un mundo en 2033 en el que ya no tendremos capa de ozono y el hirviente calor duplicará a los seres humanos en dos; está también Sinfín (Literatura Random House), del argentino Martín Caparrós, en el que gran parte de los seres humanos en 2070 ya habrán alcanzado la inmortalidad; y está Aún el agua (Seix Barral), del colombiano Juan Álvarez, que avanza hacia 2232 y donde el agua escasea en buena parte de la tierra y un grupo de mujeres jóvenes debe cruzar una cortina tóxica para restablecer el ciclo hidrológico entre dos sectores del planeta que están divididos.

“En algún punto la humanidad va a tener que plantearse la gran masacre de las otras especies”, explicó Fernanda Trías a una estación de radio en Uruguay cuando se publicó su libro en su país (Random House lo publicará en el 2021 en el resto del continente y en España). Trías, al igual que Monge o Álvarez, escribieron sus novelas antes de que el coronavirus transformará nuestra vida diaria. Más que estar preocupados por la pandemia o el desarrollo de la tecnología punta –como lo hacían los clásicos de la ciencia-ficción anglosajona, desde el Frankenstein de Mary Shelley a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick–, en estas nuevas novelas lo que hay es una profunda preocupación por la degradación del medio ambiente. “No existe tal cosa como la imaginación privada en la literatura. Es comunal”, explica Emiliano Monge sobre la razón por la que varios escritores como él están explorando con la ciencia ficción. “Son muchas imaginaciones llegando a lo mismo por intuición, porque compartimos este planeta, compartimos angustias”.

“La ciencia-ficción será el nuevo realismo”, dijo hace dos años el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, pensando en el género literario y cómo la distopía y la actualidad cada día se acercan más. “Nos puede ayudar a narrar los cambios individuales y sociales que están ocurriendo gracias al impacto de los nuevos medios y tecnologías”. Paz Soldán, gran lector y escritor de ciencia-ficción, ha experimentado con este género antes que sus contemporáneos, combinando lo distópico con las ecotragedias: su celebrada novela Iris (Alfaguara, 2014) también se preocupaba por la destrucción del medio ambiente, pero más específicamente por la explotación minera en América Latina, pintando un mundo posapocalíptico en guerra.


El ascenso del new weird


“Quizás antes había una mirada más condescendiente hacia la ciencia-ficción,” dice Paz Soldán, que al igual que otros escritores y editores consultados, considera que la nueva ciencia-ficción latinoamericana se diferencia de la tradicional anglosajona por ser más flexible y combinar distintos registros, como el terror o lo gótico. “En general, en Latinoamérica los géneros nunca han sido muy cerrados como en otros lugares, hay mucha flexibilidad y no hay tanto escritor de género”, explica Soldán. “EE UU tiene un mundo editorial mucho más segmentado, tienes submundos enteros dedicados a la ciencia-ficción.”

El mexicano Alberto Chimal es otro de los autores con una larga trayectoria -cinco novelas y más de 20 selecciones de cuentos- dedicada a la literatura fantástica y de ciencia-ficción. También coincide en que efectivamente se puede hablar de unos rasgos característicos del género en Latinoamérica: “Nuestra especulación está más cerca del cambio social o político que del tecnológico. A la vez, nuestras proyecciones de mundos futuros son más amplias y no están tan prototípicamente influidas y condicionadas por el norte occidental”. Como ejemplo del chovinismo distópico estadounidense, pone una escena de la película Independence Day. “Todos los ejércitos del mundo están preparados para responder al ataque alienígena. Pero todos esperan la señal de los Estados Unidos. Sin embargo, hay muchas obras recientes donde el norte global no aparece para nada, como El Gusano, de Luis Carlos Barragán, donde todo sucede en Colombia; o en los cuentos mexicanos de Andrea Chapela”.

Asibles, perfiladores y otras máquinas del ingenio (Almadía) es el título de la selección de cuentos de Chapela, donde abunda la chatarra high-tech del futuro incrustada en el cuerpo humano y una Ciudad de México que ha vuelto a convertirse en un lago tras un diluvio que nunca termina. “Algo está sucediendo en Latinoamérica. Se está escribiendo más ciencia-ficción como una manera de hacer literarias las metáforas de nuestro día a día. Nos estamos apropiando del género después de ser muy reactivos a las tendencias anglosajonas. El ciberpunk, por ejemplo, llegó a aquí en los noventa, una década más tarde”, sostiene la autora mexicana.

“En Latinoamérica, la ciencia-ficción ha derivado en otro tipo de mezclas, o en otro tipo de hibridez con otros géneros”, dice en la misma línea Rodrigo Bastidas, director colombiano de la Editorial Vestigio, que trabaja con nuevos autores de ciencia-ficción. Uno de ellos es El Gusano, de Luis Carlos Barragán, en el que las personas prefieren no tocarse porque sus cuerpos y sus conciencias pueden fusionarse. “Es una idea política en relación con el aumento de ideas de ultraderecha, xenofóbicas y homofóbicas”, explicó Barragán en una entrevista reciente. “Si la gente se puede fusionar, si la gente puede tener partes de las personas que odia, no se puede odiar más a los otros”.

Esta mezcla de géneros de la que habla Bastidas, que puede catalogarse como new weird, combina la ciencia-ficción clásica con el bizarro o el terror, y sobre todo con un interés más amplio por la ciencia. “El new weird en América Latina está proponiendo, a diferencia de la ciencia-ficción clásica, no atarse de manera tan fuerte a las ciencias duras como la biología, la química, las matemáticas,” dice Bastidas, “sino que está preocupándose mucho más por las ciencias humanas como la antropología, la sociología o la política”.

En el planeta seco del mexicano Emiliano Monge, por ejemplo, hay una búsqueda de los personajes de la lingüística quechua hecha con quipus; en el mundo gobernado por ciborgs de Ygdrasil (Plaza & Janés), del chileno Jorge Baradit, hay un retorno a la sabiduría indígena de chamanes Mapuches; en Habana Underguater, del cubano Erick J. Mota, las deidades yorubas exploran las redes del ciberespacio; en los cuentos de Nuestro mundo muerto, de la boliviana Liliana Colanzi, hay ruinas incas donde “algunas noches bajan naves espaciales” o una cholita a quien, tras comerse unos cactus en el desierto, “se le desvela la fecha en la que el planeta y el universo serán destruidos por una tremenda explosión”.

“¿Por qué no decir que los chamanes son científicos?”, plantea Bastidas. “Hay una epistemología científica que siempre se ha tenido en cuenta para la ciencia-ficción, que es la epistemología occidental: ciencias, matemáticas, etc. Las ciencias duras. Pero ahorita hay una revaluación de otro tipo de epistemología, como las epistemologías de los pueblos originarios, otras formas de entender el mundo, que son otras formas de ciencia no-occidentales, como formas de ciencia otras, como lenguajes científicos.”

El rescate de los olvidados

El escritor Paz Soldán ha percibido también cómo en Latinoamérica, si bien hay más interés en la ciencia-ficción, no ha sido en dirección de crear “óperas espaciales” como la serie Star Trek, donde imaginan viajes interplanetarios. En ese sentido hay un tipo de relación muy distinta con la tecnología desde que se empezó a hacer ciencia-ficción. “En Latinoamérica somos un continente donde la ciencia no la creamos sino que la recibimos, como si fuéramos espectadores pasivos”, dice Paz Soldán. “Se trata también de ver cómo representamos la ciencia, no verlo desde punto de vista sociológico, sino cómo trabaja en nuestra conciencia, en nuestra subjetividad”.

Anterior al realismo, o incluso al realismo mágico del siglo XX, pocas editoriales trabajan únicamente con ciencia-ficción. Excepciones fueron Minotauro, en México, creada por el escritor Francisco Porrúa en 1955, que tradujo Crónicas marcianas de Bradbury y luego otros trabajos por Ursula K. LeGuin o Philip K. Dick. Aunque ya desde finales del XIX autores latinoamericanos comenzaron a fijarse en el canon fijado por Edgar Allan Poe o los decadentistas franceses y sus intentos de construir entornos artificiales, pocos de los pioneros que intentaron imitar la ciencia-ficción anglosajona alcanzaron el reconocimiento que lograron otros más cercanos a la literatura fantástica.

Uno de esos pocos autores conocidos en el género a principios del siglo XX fue el argentino Leopoldo Lugones, que escribió varios cuentos de ciencia-ficción. “He descubierto la potencia mecánica del sonido”, revela uno de sus personajes en un cuento de 1906 que construye un extraño aparato para convertir la música en material. Clemente Palma, el hijo del escritor peruano Ricardo Palma, escribió la novela XYZ en 1934, en la que la ciencia logra crear clones de personajes del cine. Incluso esos clásicos rechazados de principios del siglo, en algunas editoriales independientes, han tenido más atención en los últimos años.

“Se nos ha agotado varias veces”, cuenta Felipe González, director de la editorial colombiana Laguna Libros, sobre la reedición de Barranquilla 2132, un libro escrito en 1932 en el que un doctor despierta en la ciudad de Barranquilla después de 200 años de hibernación voluntaria. El médico llega a explorar un mundo en el que los carros han sido reemplazados por las avionetas, las mujeres se visten igual que los hombres (una sorpresa desagradable para el narrador de 1932) y “las máquinas habían terminado por desalojar a los obreros”. El libro fue un fracaso rotundo cuando salió en los treinta, pero en la última década a Barranquilla 2132 le fue mucho mejor: se imprimió ya tres veces, un gran logro para una pequeña editorial como Laguna.

González, al igual que otros editores, considera que la ciencia-ficción se había entendido antes solo como “literatura juvenil” –como los libros de Harry Potter, que más que ciencia-ficción son fantasía– y empieza poco a poco a entenderse como literatura para adultos. Pero admite que ahora que hay más interés por lo bizarro, lo gótico o lo distópico, cada vez le parece más difícil llamarlo solo ciencia-ficción. “Todos los autores que hemos publicado, sobre todo las autoras latinoamericanas, están explorando más con los libros en categorías que son inclasificables”. Dos ejemplos recientes de esta nueva y celebrada ola son Mariana Enriquez, premio Herralde 2019 con Nuestra parte de noche, una novela a la vez social y fantasmagórica. Y Mónica Ojeda, finalista de la Bienal de Novela Vargas Llosa con su última novela y con un nuevo libro de relatos gótico-andinos, Las voladoras (Páginas de Espuma), a punto de publicarse en Latinoamérica.

El último libro de cuentos del autor mexicano Yuri Herrera, Diez Planetas, también combina muchos de los elementos de esta nueva ciencia-ficción latinoamericana: una preocupación por la lingüística, los efectos de la tecnología en nuestra psique o la destrucción del medio ambiente. En el cuento ‘Los últimos’, un hombre llamado Reu atraviesa el océano Atlántico, que de océano le queda muy poco. “El mar se había comido la tierra y la basura se había comido el mar’’, dice el narrador. Reu camina durante dos años para escapar de nuestro planeta, para encontrar una nave que lo lleve hasta los límites del sistema solar donde existe “un lugar habitable”. Un nuevo planeta “donde casi se podía vivir bien”. 

La ciencia ficción latinoamericana vive un renacimiento entre los autores y editoriales más reconocidos de la región

CAMILA OSORIO – DAVID MARCIAL PÉREZ

27 NOV 2020 - 00:30 CET

El País

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