jueves, 3 de octubre de 2019

Las inteligencias no humanas se vuelven visibles - J. Carrión - IA 002

Siete mil arañas construyen una red nocturna y gigantesca. Dieciocho colonias de arácnidos de la misma especie tejen un resumen de esa red de redes que es el universo. Lo hacen en la obra Instrumento Musical Cuasi-Social IC 342 construido por 7000 arañas Parawixia bistriata, del artista argentino Tomás Saraceno. Un proyecto que une la zoología, la música, la astronomía y el arte contemporáneo para presentar una metáfora viva de la inteligencia colectiva.




O para recordarnos que las inteligencias no tienen que ser necesariamente humanas. La ciencia ha demostrado que, además de artesanas asombrosas, las arañas son estrategas flexibles; es decir, que son capaces de desarrollar nuevas estrategias para resolver problemas inéditos. Sí: estudian y aprenden.

En El ingenio de los peces, Jonathan Balcombe resume un experimento científico en el que se comparaba la capacidad de aprendizaje de los peces limpiadores y de los simios. Si empezaban a comer del recipiente azul, el rojo se eliminaba; si empezaban por el rojo, el azul permanecía. Los peces obtuvieron mejores resultados.

“El hecho de que los peces superen a los primates en una tarea mental es otro recordatorio de que el tamaño del cerebro, el tamaño del cuerpo, la presencia de piel o escamas y la proximidad evolutiva a los seres humanos son criterios con poco fundamento para calibrar la inteligencia”, concluye el autor del libro y director del Departamento de la Sensibilidad de los Animales en el Humane Society Institute for Science and Policy.

Tras aceptar que los primates superiores se comunican de un modo complejo y tienen acceso a la representación simbólica, ahora ha llegado el momento de asumir que otras especies animales —cada una a su modo, que no es el modo humano— son capaces de pensar y de sentir.

Todos tenemos en mente abrazos de chimpancés y gorilas con sus cuidadores o estudiosos, pero debemos comenzar a incorporar a nuestro imaginario escenas como la que cierra El alma de los pulpos, de Sy Montgomery. “Suspendida boca abajo, Octavia nos ofreció sus blancas ventosas, que nosotros acariciamos, y entonces nos agarró la punta de los dedos”, leemos. “Octavia permaneció en la superficie durante unos cinco minutos, abrazándonos, probándonos, recordándonos”. Octavia, por supuesto, es un pulpo.


Inteligencia - J. Wasenberg – IA 001

Con la vida, la materia gana identidad; con la inteligencia, la identidad se anticipa a su entorno; y con la cultura, la inteligencia llega a preguntarse sobre ella misma. La inteligencia, una prestigiosa estrategia para relacionarse con el resto del mundo, tiene grados.

La inteligencia mínima es la no inteligencia. Una piedra no percibe su entorno. Por ello depende mansamente de su incertidumbre. La inteligencia de una piedra es de grado cero.

Un ser vivo, poco o mucho, recibe y emite información. Las hormigas marcan químicamente el camino para volver a casa. Es un plan escrito en su genes. La especie neotropical Odontomachus bauri tiene, además, una curiosa alternativa: cuando sale a explorar el bosque, frena en seco cada quince segundos para mirar la cúpula de los árboles. Camina, se detiene, levanta la cabeza, mira, memoriza y reanuda la marcha. Un, dos, tres, cuatro, un, dos... Así consigue grabar, en su minúsculo cerebro, una secuencia ordenada de imágenes, figuras en negro y blanco de las ramas contra el cielo. Para volver al hormiguero sólo tiene que pulsar un conmutador cerebral: a partir de ese momento ya no se mira para grabar, sino para cotejar. Las imágenes avistadas durante la vuelta deben coincidir, en orden inverso, con las grabadas durante la ida. Es un buen plan. Es, digamos el plan A. Pero la inteligencia de esta clase, por muy espectacular que parezca el plan, es sólo de grado uno. Si falla el plan A, la hormiga quizá salte al clásico plan de las feromonas, pero nunca buscará un plan B que no esté preparado en sus genes. Cuando una hormiga cambia es que ya se ha convertido en otra especie. La inteligencia de grado uno sólo se anticipa a lo previsible. Las verdades de hormiga (de bacteria, medusa o calamar) no caducan. Eso es cosa del grado dos.

Un pulpo hambriento mira con interés a un cangrejo encerrado en un frasco. El pulpo intentará primero el plan A: agarrar la presa a través del vidrio. El plan falla. Y el genoma del pulpo no incluye otro plan tipo 'cangrejo envasado'. Pero el pulpo (que no un calamar) se pone a buscar una alternativa. Y la encuentra: abrir el frasco. Su inteligencia, azuzada por el hambre, es de grado dos: aquella que busca un plan B cuando falla el A. El pulpo aprende de las contingencias de su entorno. Pero ningún pulpo es capaz de controlar un instinto en función de otra cosa que no sea otro instinto mayor. La vigencia de una verdad de pulpo cambia frente a ciertas contingencias, sí, pero sólo con el permiso de sus instintos más fuertes. Otra cosa requiere un grado más.

Un perro (que no un caballo) puede ignorar, durante horas, sus urgencias más imperiosas, si lo que hay bajo sus patas es una alfombra. El perro es capaz de evaluar una particular situación de su entorno y, en función del resultado, desprogramar ciertos automatismos. Es la inteligencia que administra instintos, la de grado tres. La verdad de perro cambia, mal que le pese a su instinto, sí, pero no se eleva mucho sobre lo particular. Para eso hace falta algo más.

Es el grado cuatro. Es la inteligencia que puede descubrir una esencia común en dos casos distintos (comprender). Es la inteligencia de la inteligibilidad. Es la cultura. Con ella un chimpancé fabrica (y repara) instrumentos para cazar termitas. Con ella se puede dibujar, cocinar y hacer ciencia. La verdad inteligible es la única que cambia por oficio y es, por lo tanto, idónea para seguir vivo en un mundo cambiante. Con ella incluso se puede, por ejemplo, organizar la convivencia humana. Aunque se nos olvide cien veces al día.

La inteligencia. Artículo de Jorge Wagensberg publicado en “El País” el 21 de febrero de 2.001

sábado, 21 de septiembre de 2019

El futuro es lo peor – Aloma Rodríguez

Series televisivas, novelas y películas parecen confirmar que estamos en una nueva edad dorada de las distopías. Aunque este género ha tenido otros picos en la historia reciente, hoy se impone con éxito.

Fotograma de la nueva secuela de la película Blade Runner, situada en 2049.
Fotograma de la nueva secuela de la película Blade Runner, situada en 2049.  

La primera utopía de la literatura es la de Tomás Moro
: una ficción en la que uno de los marineros de Américo Vespucio cuenta que ha encontrado la república perfecta en la isla de Utopía. Ahí comenzó todo, en 1516. Como ha escrito Jill Lepore en The New Yorker, “la utopía es el paraíso; la distopía, el paraíso perdido”. Así, una sigue a la otra de manera irremediable o, mejor dicho, la utopía, la sociedad ideal, contiene ya su propia distopía. Lepore afirma que estamos en la edad dorada de la distopía. Traza una cronología de la novela distópica, que surge como respuesta a las utópicas. En 1887, la escritora Anna Bowman Dodd publicó La república del futuro, una distopía socialista situada en Nueva York en el año 2050. La gente no tiene mucho que hacer y se pasa el día en el gimnasio, obsesionada con estar en forma. Como sucede en uno de los capítulos de Black Mirror —una de las series que capitanea la vuelta de la distopía tecnológica—, la distopía es el gimnasio.