domingo, 26 de julio de 2015

Adiós, Chicago boys. Hola, pandilla del MIT.

Por si no saben de lo que hablo, la expresión “muchachos de Chicago” se usaba en su momento para referirse a aquellos economistas latinoamericanos, formados en la Universidad de Chicago, que se llevaron el radicalismo del libre mercado a sus países de origen. La influencia de estos economistas se enmarcó en un fenómeno más generalizado: las décadas de 1970 y 1980 fueron una época de supremacía para las ideas económicas basadas en el laissez-faire y para la escuela de Chicago, promotora de dichas ideas.

Pero hace mucho tiempo de eso. Ahora hay otra escuela que está en alza, y merecidamente.

De hecho, resulta sorprendente la poca atención que han prestado los medios de comunicación al predominio de los economistas formados en el MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en los cargos políticos y la retórica política. Pero es de lo más llamativo. Ben Bernanke se doctoró en el MIT; igual que Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, y Olivier Blanchard, el enormemente influyente jefe de economía del Fondo Monetario Internacional (FMI). Blanchard va a jubilarse, pero su sustituto, Maurice Obstfeld, es otro hombre del MIT (y otro alumno de Stanley Fischer, que dio clase en el MIT durante muchos años y ahora es vicepresidente de la Reserva Federal).

Estos son solo los ejemplos más destacados. Los economistas formados en el MIT, especialmente los que se doctoraron durante la década de 1970, tienen un peso desproporcionado en las instituciones y los debates políticos de todo el mundo occidental. Y sí, yo formo parte de la misma panda.

¿Qué distingue la economía del MIT de las demás y qué importancia tiene esto? Para responder a esa pregunta, hay que remontarse a la década de 1970, cuando todas las personas que acabo de nombrar cursaban sus estudios de posgrado.

En aquella época, el gran problema era la combinación de un paro elevado con una inflación elevada. La llegada de la estanflación fue un gran triunfo para Milton Friedman, quien había predicho exactamente ese desenlace si el Gobierno intentaba mantener la tasa de paro demasiado baja durante demasiado tiempo; todo el mundo lo consideró, con razón o —en su mayoría— sin ella, una prueba de que los mercados acertaban y el Gobierno debía limitarse a quitarse de en medio.

O, por decirlo de otra manera, muchos economistas respondieron a la estanflación dando la espalda a la economía keynesiana y a su petición de que el Gobierno adoptara medidas para combatir las recesiones.

Sin embargo, Keynes nunca se marchó del MIT. Sin duda, la estanflación ponía de manifiesto que las medidas políticas tenían limitaciones. Pero los alumnos siguieron aprendiendo acerca de las imperfecciones de los mercados y la función que la política fiscal y monetaria puede desempeñar a la hora de estimular una economía deprimida.

Y los estudiantes del MIT de la década de 1970 ahondaron en esas ideas en su trabajo posterior. Blanchard, por ejemplo, demostró que las pequeñas desviaciones de la racionalidad perfecta pueden tener grandes repercusiones económicas; Obstfeld probó que los mercados de divisas pueden experimentar a veces un pánico causado por ellos mismos.

Este punto de vista pragmático y de mentalidad abierta se vio reivindicado de forma abrumadora tras el estallido de la crisis en 2008. Los economistas de la escuela de Chicago advertían una y otra vez de que si se respondía a la crisis imprimiendo dinero y permitiendo que aumentase el déficit, se provocaría una estanflación similar a la de la década de 1970, y que la inflación y los tipos de interés se dispararían. Pero los del MIT predijeron, con acierto, que la inflación y los tipos de interés seguirían bajos mientras la economía estuviese deprimida, y que los intentos prematuros de reducir drásticamente el déficit agravarían la depresión.

La verdad, aunque nadie lo crea, es que el análisis económico que algunos aprendimos en el MIT hace mucho tiempo ha funcionado muy, pero que muy bien durante los siete últimos años.

¿Pero se ha traducido el éxito intelectual de la economía del MIT en un éxito político comparable? Por desgracia, la respuesta es que no. La visión pragmática que nos enseñaron en la universidad se ha mostrado muy acertada

Es cierto que se han producido varios triunfos monetarios importantes. La Reserva Federal, dirigida por Bernanke, hizo caso omiso de las presiones y amenazas de la derecha —Rick Perry, siendo gobernador de Texas, llegó al extremo de acusarle de traición— y se mantuvo fiel a una política resueltamente expansiva que contribuyó a limitar los estragos causados por la crisis financiera. En Europa, el activismo de Draghi ha sido crucial para tranquilizar los mercados financieros, lo que probablemente ha salvado al euro de una catástrofe.

En otros frentes, sin embargo, los buenos consejos de la panda del MIT no se han tenido en cuenta. El departamento de investigación del FMI, bajo la dirección de Blanchard, ha llevado a cabo un trabajo escrupuloso sobre los efectos de la política fiscal y ha demostrado, más allá de toda duda razonable, que recortar drásticamente el gasto cuando la economía está deprimida es un tremendo error y que los intentos de reducir una deuda elevada mediante la austeridad son contraproducentes. Pero los políticos europeos han recortado drásticamente el gasto y exigido una austeridad devastadora a los deudores de todo el continente.

Mientras tanto, en Estados Unidos, los republicanos han respondido al estrepitoso fracaso de la ortodoxia del libre mercado y al notable éxito de las predicciones de sus odiadísimos keynesianos plantándose en sus trece todavía más, decididos a no aprender nada de la experiencia.

En otras palabras, tener razón no siempre basta para cambiar el mundo. Pero, aun así, es mejor tener razón que equivocarse, y la economía del MIT, con su pragmática apertura a la evidencia, ha estado, efectivamente, muy acertada.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.

lunes, 20 de julio de 2015

Conocimiento para el progreso

Hace 236 años, un joven gobernador del Estado de Virginia (EEUU) se salió del molde con una reforma educativa. En su proyecto de una Ley para la Difusión General del Conocimiento, Thomas Jefferson abogó por “un sistema de instrucción general” que llegara a todos los ciudadanos, “de los más ricos a los más pobres”. Fue el primer paso en la creación del sistema estadounidense de educación pública, una institución que ayudó a motorizar el ascenso global del país.

A principios del siglo XX, Estados Unidos era un líder mundial en escuelas públicas. Las inversiones en educación catalizaron el crecimiento económico, la creación de empleo y una mayor movilidad social. Como Claudia Goldin y Lawrence Katz han demostrado, el “excepcionalismo” educativo de Estados Unidos le permitió adelantarse a los países europeos que no invertían lo suficiente en capital humano.

La primera semana de julio, los líderes mundiales se reunieron en la Cumbre de Oslo sobre la Educación para el Desarrollo, y las lecciones de esta experiencia conservan toda su relevancia. En tiempos en que la economía global está cada vez más basada en el conocimiento, el futuro de los países depende más que nunca de la educación y las capacidades de su gente. Aquellos que no logren crear sistemas de educación inclusivos se enfrentarán a crecimiento lento, aumento de la desigualdad y pérdida de oportunidades de comercio internacional.

En este contexto, algunos de los debates educativos del momento suenan curiosamente anacrónicos. Hace poco, el economista de Harvard Ricardo Hausmann acusó a quienes describe como “partidarios de la educación, educación, educación” de defender una estrategia de crecimiento “basada exclusivamente” en ella. Fue un impresionante ataque a una opinión que, hasta donde sé, nadie sostiene.

Los gobiernos deben frenar la desigualdad en la enseñanza

Claro que la educación no es garantía de crecimiento. Su ampliación en países donde el fracaso institucional, una gobernanza deficiente y la mala gestión macroeconómica obstaculizan las inversiones es una receta de baja productividad y alto desempleo. En el norte de África, la divergencia entre el sistema educativo y el mercado laboral dejó a personas jóvenes y educadas sin oportunidades de empleo decentes, situación que colaboró con las revoluciones de la Primavera Árabe.

Pero nada de esto es razón para negar el lugar esencial de la educación (no sólo los años de escolarización, sino el aprendizaje genuino) en el crecimiento. Numerosas investigaciones (de las obras de Adam Smith a las de Robert Solow y Gary Becker, y más cerca en el tiempo, Eric Hanushek) confirman la importancia del aprendizaje para la creación de capital humano productivo. Un aumento igual a una desviación típica en los resultados de un país en el Programa de Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA) de la OCDE se asocia con un 2% más de crecimiento per cápita a largo plazo.

La educación puede no ser solución inmediata para el crecimiento lento. Pero ¿qué país logró una transformación económica sostenida sin avances en educación?

Los economistas del Banco Mundial también se han ocupado de aportar al debate educativo refutaciones de argumentos que nadie sostiene. Un trabajo de Shanta Devarajan critica la idea de que la educación es un bien público esencial que los gobiernos deben financiar y proveer, y afirma, en cambio, que hay que considerarla un bien privado, provisto por el mercado a clientes (es decir, padres y niños) en busca de rendimientos privados.

El problema es que es obvio que la educación no es un bien público (pocos lo son en la realidad). Pero es un bien “tutelar”, es decir, algo que el Estado debe dar gratuitamente, ya que la falta de inversión suficiente de los padres o la exclusión de los pobres provocarían una enorme pérdida de beneficios privados y sociales. Por ejemplo, los avances en educación (especialmente en el caso de las niñas) guardan estrecha relación con mejoras en supervivencia y nutrición infantil, salud materna y aumento de los salarios.

Es hora de dejar atrás discusiones estériles basadas en una lógica errada y empezar a concentrarnos en los desafíos educativos reales para cumplir el Objetivo de Desarrollo Sostenible de ofrecer educación primaria y secundaria de alta calidad a todos desde ahora a 2030. Con 59 millones de niños en edad de ir a la escuela y 65 millones de adolescentes no escolarizados, la cumbre de Oslo era una oportunidad que no se podía dejar escapar.

Para lograr este objetivo hay cuatro imperativos clave. El primero, que los gobiernos deben asignar más fondos locales a la educación. Un informe preliminar de la cumbre destaca el caso del retroceso de la inversión educativa de los sucesivos gobiernos en Pakistán, país que ahora tiene la segunda población no escolarizada del mundo. El núcleo del problema son los políticos, que están más interesados en facilitar la evasión fiscal de los ricos que en mejorar las oportunidades educativas de los pobres.

Un aumento del nivel en el informe pisa se asocia con un 2% más de crecimiento

Segundo, los donantes internacionales deben revertir la tendencia a la baja de las ayudas para la educación. Incluso con una mejor movilización de recursos, lograr la escolarización universal hasta la secundaria demandará ayudas cercanas a los 22.000 millones de dólares al año, unas cinco veces el nivel actual. Además de subsanar este faltante, el enviado especial de las Naciones Unidas para la Educación, Gordon Brown, señaló que se necesitan mecanismos para financiar la educación de niños afectados por conflictos y emergencias humanitarias.

Tercero, los dirigentes mundiales deben tomarse la desigualdad en serio. Cada gobierno debe fijarse metas que apunten explícitamente a reducir las divergencias educativas (en razón de género, nivel económico y división entre áreas rurales y urbanas) y diseñar presupuestos a la medida de esos objetivos. La disparidad actual es enorme. Por ejemplo, en Nigeria los niños urbanos pertenecientes al 20% de familias más ricas van a la escuela un promedio de 10 años, mientras las niñas pobres del campo en la zona norte del país generalmente no llegan a dos. Añadido a esto, en la mayoría de los países la financiación para educación tiene un sesgo preferencial por los ricos.

Por último, los gobiernos y las agencias de ayuda deben abandonar los experimentos de mercado y comprometerse con una auténtica reforma de todo el sistema. Una prioridad esencial son los maestros, quienes para ofrecer una enseñanza real necesitan fuertes incentivos, capacitación eficaz y sistemas de apoyo confiables. Al fin y al cabo, ningún sistema educativo puede ser mejor que sus educadores.

La cumbre de Oslo se produjo mientras millones de padres luchan por asegurar que sus hijos reciban la educación que merecen; una que les permita forjar vidas mejores para ellos y sus familias. Para estos padres, la escuela es fuente de esperanza. A ellos y a sus hijos les debemos nuestros mejores esfuerzos.

Kevin Watkins es director del Overseas Development Institute.
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